La revisión de las publicaciones científicas de los últimos años, relacionadas con los constructos de educación emocional, inteligencia emocional y competencia emocional, permite concluir que cada vez hay más expertos que se manifiestan favorables a la necesidad de intervenir educativamente para potenciar el desarrollo emocional (Bar-On y Parker, 2000; Saarni, 2000; Carpena, 2001; Agullo, Filella, Soldevila y Ribes, 2011;
Extremera, Fernández-Berrocal y Duran, 2003; Sala, Albarca y Marzo, 2002; Pena y Repetto, 2008; Bisquerra y Pérez, 2007, entre otros muchos).
Sin embargo, cualquier intervención en educación emocional, como cualquier acción orientadora, precisa de una evaluación rigurosa que permita conocer de las necesidades de los destinatarios y orientar las decisiones acerca de los contenidos y las estrategias más apropiadas de las intervenciones. Asimismo, para optimizar y constatar los progresos o resultados atribuibles a la formación también es necesario disponer de estrategias y recursos evaluativos útiles, apropiados a cada contexto, adaptados para diferentes edades, válidos, fiables y sensibles a los cambios (Bisquerra y Pérez-Escoda, 2015).
Sin embargo somos conscientes de la dificultad que entraña la medición de la inteligencia emocional. Entre las formas habituales de medirla, se suele recurrir a los instrumentos clásicos, es decir, a medidas basadas en cuestionarios y autoinformes cumplimentados por el propio encuestado; a medidas de observación basadas en cuestionarios a rellenar por agentes externos (estos a veces se triangulan en lo que se denomina feedback 360º), y finalmente, también pueden medirse mediante las llamadas pruebas de habilidad o de ejecución que consisten en cuestionarios que incluyen diversas tareas emocionales que el propio encuestado debe resolver.
Coincidimos con Álvarez (2001) en que la medición de los fenómenos psicopedagó- gicos siempre ha sido compleja, controvertida, criticable y criticada. Existe un consenso generalizado entre los expertos al señalar que la evaluación de la inteligencia emocional entraña una considerable dificultad (Álvarez, 2000; Extremera, Fernández-Berrocal, Mestre y Guil, 2004; Extremera y Fernández-Berrocal, 2007; Mestre y Guil, 2006; Pena 690 691 y Repetto, 2008; Pérez-González, 2008 y 2012). A pesar de ello, han sido numerosos los investigadores que se han esforzado en elaborar diversos instrumentos de medida y para demostrar sus características técnicas, especialmente asegurar su validez y un elevado coeficiente de fiabilidad. Algunos trabajos se han centrado, precisamente, en la revisión de las estrategias e instrumentos de medida más conocidos y utilizados para la evaluación de la inteligencia emocional (Álvarez, 2001; Extremera y Fernández Berrocal, 2007; Humphrey, Kalambouka, Wigelsworth, Lendrum, Deighton y Wolpert; 2011;
Mestre y Guil, 2006; Pérez-González, Petrides y Furnham, 2007).
En este mismo sentido, desde el GROP (Grup de Receca en Orientació Psicopedagògica), cuya principal línea de investigación es desde 1997 la educación emocional, también se ha realizado una importante contribución al diseño de instrumentos para la evaluación de la competencia emocional destinados a personas de diferentes edades. En total se dispone de cuatro cuestionarios, en vías de publicación, elaborados a partir del modelo de competencia emocional desarrollado por el GROP (Bisquerra y Pérez, 2007).
De acuerdo con dicho modelo, en todos los casos se evalúa la competencia emocional total y sus cinco dimensiones: conciencia emocional, regulación emocional, autonomía emocional, competencia social y competencias para la vida y el bienestar.
The review of the scientific publications from the last few years, related with the emotional education, emotional intelligence and emotional competence constructs, allows us to conclude that there are an increasing number of experts that agree with the need for an educational intervention to promote emotional development (Bar-On y Parker, 2000; Saarni, 2000; Carpena, 2001; Agullo, Filella, Soldevila y Ribes, 2011; Extremera, FernándezBerrocal y Duran, 2003; Sala, Albarca yMarzo, 2002; Pena y Repetto, 2008; Bisquerra y Pérez, 2007, and several other ones).
However, any intervention in emotional education, as any oriented action, needs a rigorous evaluation that permits us to know about the addressee’s needs and guide the decisions about the contents and the most appropriate intervention strategies. Also, to optimize and verify the progress or results attributable to the training, it is necessary to have useful evaluation strategies and sources that are adjusted to every context and different ages, valid, reliable and sensitive to changes (Bisquerra y Pérez-Escoda, 2015). Nevertheless, we are aware of the difficulty that the measurement of emotional intelligence involves. The most common way to measure it is using the classical instruments, including measurements based on questionnaires and self-reports, and observational methods based on questionnaires to be completed by external agents (these ones sometimes can be coordinated in what is called ‘Feedback 360º’). Finally, it can also be measured by skills and execution tests, which consist in questionnaires that include several emotional tasks that the respondent has to answer.
692 We agree with Álvarez (2001) in accepting that measurement of psychopedagogical phenomenons has always been difficult, controversial, questionable and criticized. A general consensus exists between experts when saying that the evaluation of emotional intelligence poses considerable difficulties (Álvarez, 2000; Extremera, Fernández-Berrocal, Mestre y Guil, 2004; Extremera y Fernández-Berrocal, 2007; Mestre y Guil, 2006;
Pena y Repetto, 2008; Pérez-González, 2008 y 2012). Despite this, many researchers have made efforts to develop different measurement instruments and prove their technical characteristics, especially their validity and their high reliability coefficient. Some projects have been focused precisely on reviewing the most well-known measurement instruments for emotional intelligence (Álvarez, 2001; Extremera y Fernández-Berrocal, 2007; Humphrey, Kalambouka, Wigelsworth, Lendrum, Deighton y Wolpert; 2011; Mestre y Guil, 2006; Pérez-González, Petrides y Fumham, 2007).
For this reason, GROP (Research Group on Psychopedagogical Orientation), whose main research path since 1997 has been emotional education, has made an important contribution regarding the design of instruments for the evaluation of the emotional competence of people across different ages. In total there are four questionnaires (currently in the process of being published) that have been developed according to the emotional competence model from GROP (Bisquerra y Pérez, 2007).
According to this model, in each case emotional competence is evaluated both as a total and separately across its five dimensions: emotional conscience, emotional regulation, emotional autonomy, social competence and competences for life and wellbeing.
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