Los Juegos Olímpicos modernos no son una simple competición deportiva y no fueron diseñados como tal durante su nacimiento en Francia a finales del siglo XIX. Su creador, el barón Pierre de Coubertin, quiso resucitar con su restauración el espíritu de los antiguos festivales olímpicos. Entre los aspectos fundamentales que se conocían entonces se encuentran el origen mitológico del Festival de Olimpia, su enorme relevancia social y su carácter ritual y religioso.
Inspirado por esta relación entre cultura y atletismo, Coubertin quiso invocar a las artes en su renovado proyecto olímpico. La danza no tuvo un papel protagonista durante la primera etapa del proyecto, mas el lugar que ocupa hoy en los Juegos es fruto de la especial importancia que el padre del ideal olímpico otorgó a la presencia de las artes y la forma en que entendió la reforma social y pedagógica a finales del siglo XIX. Entre 1896 y 1936 es posible encontrar, paradójicamente, algunos precedentes interesantes que relacionan el arte coreográfico y los Juegos. En estos destacan grandes nombres como Isadora Duncan, Bronislava Nijinska o Mary Wigman.
En la evolución de las inauguraciones y su transformación de ritual protocolario a show mediático fueron clave dos elementos: la llegada de la televisión y la integración de las coreografías dentro de las ceremonias oficiales. Con estas se ampliaron y diversificaron los segmentos artísticos de las ceremonias y a través de las realizaciones televisivas los espectáculos olímpicos llegaron a todo el planeta.
La presencia de la danza no solo ha sido constante, sino que también se ha convertido en un reflejo de las tendencias en la escena dancística mundial. Desde 1972 numerosas compañías han actuado en las inauguraciones: desde el Ballet de la Scala de Milán al Ballet Nacional de Siberia. De igual modo grandes coreógrafos y coreógrafas como Deborah Colker, Akram Khan o Daniel Ezralow han sido protagonistas junto a sus compañías, El crecimiento de los medios de comunicación implicaron transformaciones sustanciales en las ceremonias. No solo se volvieron más largas y espectaculares, sino que la puesta en escena fue dando prioridad a una concepción televisada. Los ingresos de los derechos de televisión se convirtieron en la gran fuente económica del COI. Los presupuestos se encarecieron y se pasó de coreografíar grandes masas de voluntarios a encargar piezas concretas a grandes compañías de la danza mundial. A través de los testimonios de directores de ceremonias como Philippe Decouflé o Dimitris Papaioannou hoy se puede conocer hasta qué punto fue estrecha la colaboración entre el diseño coreográfico y la realización televisiva en casos como Albertville 1992 o Atenas 2004. Los documentos preparatorios (storyboards, maquetas o bocetos tridimensionales) muestran diseños escénicos que tenían plenamente en cuenta la versión televisiva de estos espectáculos.
A través del software de análisis de imagen ELAN ha sido posible medir una serie de parámetros para intentar comprender en qué medida estas coreografías olímpicas se han asimilado al lenguaje audiovisual, alejándose cada vez más de su naturaleza escénica efímera. El tipo de encuadres, la aparición o no de todos los bailarines en pantalla, la posición de las cámaras o la existencia de acciones escénicas diseñadas específicamente para televisión permiten apreciar críticamente la realización televisiva de las coreografías. Sin duda, esta estrecha relación entre danza e imagen ha dado algunas de las secuencias más sofisticadas de la historia de la danza filmada. Tanto los resultados obtenidos en los análisis como algunas de las pruebas documentales halladas verifican el diálogo activo entre la producción televisiva y la creación coreográfica en el contexto de las ceremonias. Sin embargo, aunque los estadios olímpicos se parecen cada vez más a un plató de televisión, todavía es imposible afirmar que se haya rechazado totalmente la puesta en escena para el público presencial.
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