Ayuda
Ir al contenido

Dialnet


Resumen de Actores españoles en primera persona: El oficio de cómico en sus testimonios

Rafael González Gosálbez

  • INTRODUCCIÓN El principal objetivo de la tesis doctoral 'Actores españoles en primera persona: el oficio de cómico en sus testimonios' fue el de reivindicar la labor realizada por los actores y actrices españoles que desarrollaron su trayectoria profesional en la postguerra y durante la dictadura franquista, en la mayor parte de los casos también en el último cuarto del siglo XX, y en algunos incluso en esta década y media del XXI, hasta la fecha, como ejemplifican José Sacristán, Lola Herrera o Concha Velasco, todavía en activo sobre las tablas o en las pantallas grandes y pequeñas.

    Con la dirección del Dr. D. Juan Antonio Ríos Carratalá, nos propusimos llevar a cabo esta suma de trabajo de investigación y reconocimiento a nuestros intérpretes dando continuidad a (y profundizando en) un estudio que el propio Dr. Ríos realizó entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, centrado en los libros de memorias y autobiografías de los comediantes, cuyos resultados recogió en el volumen 'Cómicos ante el espejo. Los actores españoles y la autobiografía', publicado en 2001, en el que presentaba un censo de los textos testimoniales de nuestros intérpretes publicados hasta comienzos de este tercer milenio y establecía una caracterización básica del actor teatral y cinematográfico en la España del franquismo a partir de los argumentos de algunos de los nombres fundamentales de nuestra Historia de la Interpretación.

    El primer paso de la andadura consistió en identificar las que podrían ser fuentes principales para la realización del trabajo, tarea en la que resultaron decisivos el ya citado libro del Dr. Ríos 'Cómicos ante el espejo' (reeditado en 2013), así como varios de sus artículos sobre el tema aparecidos entre 2000 y 2003. También nos fueron de utilidad los siete volúmenes de la serie de Manuel Román ¿por desgracia inconclusa¿ titulada 'Los cómicos', publicada entre 1995 y 1996, y los catálogos editoriales de distintos festivales cinematográficos y sellos especializados en el mundo del cine y en el de la literatura testimonial.

    Identificadas las que consideramos fuentes principales para nuestro trabajo, y después de una primera consulta de las que, en principio, parecían más destacables, apreciamos una interesante posibilidad de análisis encaminada a realizar una descripción de la profesión actoral tras la Guerra Civil a partir de los relatos presentes en esas obras.

    DESARROLLO TEÓRICO Por distintas cuestiones de extensión, del considerable catálogo de obras testimoniales protagonizadas por nuestros actores nos vimos obligados a escoger las dedicadas a 20 de ellos: por orden cronológico según fecha de nacimiento, José Isbert, Mary Santpere, María Luisa Ponte, Miguel Gila, Mary Carrillo, Fernando Fernán-Gómez, Luis Cuenca, María Casares, José Luis López Vázquez, Tony Leblanc, María Asquerino, Francisco Rabal, Adolfo Marsillach, Agustín González, Alfredo Landa, Lola Herrera, José Sacristán, Pilar Bardem, Concha Velasco y María Luisa Merlo.

    La elección de estos nombres propios se debió principalmente a su protagonismo en el oficio y la calidad de las obras autobiográficas, entrevistas y biografías que escribieron o protagonizaron; asimismo, tuvimos en cuenta el formato escogido para legarnos sus recuerdos, pues nos interesaba analizar las distintas modalidades de presentación: memorias directas, memorias dictadas, autobiografías, entrevistas impresas, testimonios audiovisuales, participación en biografías¿ Junto a estos criterios, tuvimos en cuenta que varios de los relatos nos permitían conocer el contexto artístico anterior a la Guerra Civil; aunque no suponía objeto de máximo interés para nuestro trabajo, una aproximación a él nos ilustraba sobre aspectos importantes de la etapa en la que nos centraríamos. En esa misma línea, testimonios de actrices y actores como Mary Santpere, María Luisa Ponte, Fernando Fernán-Gómez, Luis Cuenca, María Asquerino, Pilar Bardem o María Luisa Merlo nos permitían conocer algo de las trayectorias de sus progenitores, también intérpretes. Asimismo, los textos de o sobre José Luis López Vázquez, Lola Herrera, María Luisa Merlo y Concha Velasco nos ofrecían las perspectivas de actores ¿autoconquistados¿, en expresión de Marcos Ordóñez, es decir, que habían llegado a la interpretación desde otros ámbitos artísticos. Las memorias de Fernando Fernán-Gómez y Adolfo Marsillach, por su parte, sumaban a otras varias virtudes el hecho de que nos aproximaban a dos excelentes actores que habían desarrollado una notable actividad en la creación literaria, redactando novelas, obras teatrales, artículos, ensayos y guiones cinematográficos y televisivos algunos de los cuales basados en experiencias propias relacionadas con su profesión. Marsillach nos ofrecía además la narración de un cómico en las entrañas de la gestión cultural pública, vivencias cuyo conocimiento rebosaban interés, y María Casares nos trasladaba fuera de España, pues, exiliada al comienzo de la Guerra Civil, desarrolló su labor de forma coetánea al resto del grupo, pero al otro lado de una frontera que era mucho más que un mero ¿confín de un Estado¿, según la definición de la Academia. Finalmente, tanto el libro de Marsillach como el que escribió Marcos Ordóñez a partir del relato autobiográfico de Alfredo Landa habían roto el tradicional clima de agradecimiento y cordialidad con los compañeros de profesión y allegados a esta que ha presidido por lo común las obras testimoniales de los cómicos. No nos guiaba el morbo, sino la excepción, sobre todo por su contundencia. La lectura de los testimonios de los 20 comediantes seleccionados nos permitió centrar nuestro trabajo en diez ejes temáticos que, sin juzgarlos los únicos a tener en cuenta, nos parecieron algunos de los más importantes e interesantes entre los que se podrían analizar. A saber: la llegada al oficio y los primeros pasos en la profesión de estos actores; su condición social; la reacción familiar y del entorno ante la elección del oficio de cómico; su formación académica y su relación con la cultura; su trato con compañeros de oficio y allegados profesionales (lo que llamamos ¿vida intraprofesional¿); el aprendizaje del oficio; las condiciones laborales del colectivo; el trabajo para distintos medios (teatro, cine y televisión); y, por último, los contras y los pros del oficio a partir de sus experiencias.

    CONCLUSIONES Antes de repasar las principales conclusiones del trabajo, conviene detenernos en una consideración relevante: la que se refiere a la denominación cómicos que figura en el subtítulo de la tesis y que los propios actores analizados y otros del periodo empleaban para sí mismos y, muchos de ellos, decían preferir a actores, intérpretes, comediantes o representantes. Con ese marbete (generalizado durante el siglo XVIII para sustituir a otros como farandulero o histrión) no solo se evocaba y rendía tributo a los cómicos de la legua, aquellos actores nómadas que recorrieron con su arte las tierras de España en el Renacimiento y el Siglo de Oro, sino que se hacía gala de una determinada identidad profesional, caracterizada por la marginalidad en la que la sociedad de la postguerra ubicaba a los miembros de un gremio en cuyo seno se aceptaba con naturalidad cuestiones poco o nada toleradas por el nacionalcatolicismo, como la homosexualidad, el emparejamiento sin ningún tipo de mediación (ni religiosa ni legal), la maternidad célibe o las separaciones de parejas, y cuyo trabajo podía implicar nomadismo, desarraigo social, inestabilidad laboral, una cierta impudicia, vida nocturna, sinceridad emocional y visibilidad de los sentimientos. Como señaló el Dr. Ríos, ¿hablar de cómicos durante el franquismo era hacerlo de un grupo no sólo cohesionado por una práctica profesional, sino también por una mentalidad y unas costumbres que resultaban singulares en una sociedad donde todavía se observan los signos de una secular marginación¿. Fernando Fernán-Gómez describió muy bien la situación de los cómicos en la España de Franco al asegurar que constituían ¿un país dentro de otro país¿, y Mary Carrillo estimaba que ser actor no era una profesión, ¿sino una raza¿, idea extendida para referirse a estos intérpretes con el sentido de grupo ¿y cito del Diccionario de la Academia¿ ¿cuyos caracteres diferenciales se perpetúan por herencia¿.

    La prevención contra los cómicos está en el origen del carácter endogámico que, durante siglos, distinguió al colectivo. La repulsa social hizo que los hijos se vieran abocados a desempeñar el mismo trabajo que sus padres, muchas veces heredado de abuelos y bisabuelos. Vocaciones al margen, por lo general los jóvenes continuaban en la profesión teatral, bien en las compañías de su propia familia, bien pasándose a otras al contraer matrimonio con algún compañero de oficio. ¿¿Qué familia «decente» ¿se preguntaba Antonio Castro Jiménez¿ iba a querer emparentar con un cómico e integrarlo en sus núcleos sociales y económicos?¿. Ese fue por tanto el modo en que llegaron a la profesión muchos de nuestros actores veteranos. Entre los que han protagonizado mi trabajo, Mary Santpere, María Luisa Ponte, Fernando Fernán-Gómez, Luis Cuenca, María Asquerino, Pilar Bardem y María Luisa Merlo, algunos de los cuales incluso nacieron o estuvieron a punto de hacerlo en medio de giras teatrales de sus progenitores. En su libro-entrevista a Pilar Bardem, Cipriano Torres explicó que ¿los cómicos tienen culo y alma de saltamontes, y van de un lado a otro con sus historias y con sus embarazos¿.

    Es curioso que muchos de estos actores vinculados ¿en palabras del propio Luis Cuenca¿ ¿genéticamente¿ con la profesión mostraran menor vocación en sus comienzos que otros llegados al oficio desde espacios totalmente ajenos, en ocasiones teniendo que vencer férreas reticencias, como le sucedió a Alfredo Landa, quien ocultó a su madre durante más de tres años su deseo de ser cómico y, tras desvelárselos, aún debió luchar un largo periodo contra su negativa y la del resto de familiares a que lo fuera. Sin embargo, tanto Pilar Bardem como su hijo Javier, miembros de una estirpe de intérpretes que se remonta a mediados del siglo XIX, intentaron burlar al que parecía inevitablemente su destino, pero no lo lograron: como confesaba la Bardem, es casi imposible escapar del ¿embrujo del escenario o la cámara¿.

    Con mayor o menor vocación, gran parte de estos actores y actrices aprendieron el oficio observando a los veteranos de la profesión y actuando: ¿a golpes de escenario¿, en palabras de José Sacristán; ¿a pie de trabajo¿, en expresión de Agustín González. Pocos pasaron por centros de formación actoral, lugares que, con la excepción de Fernando Fernán-Gómez, alumno de una escuela de interpretación de la CNT en tiempos de guerra, y de la desterrada María Casares, fueron hasta despreciados por muchos de aquellos cómicos, como Adolfo Marsillach, quien decía desconfiar del misticismo que, quizá sin proponérselo, generaban las escuelas. Los grupos de teatro universitario, los célebres teus, se convirtieron en otra gran vía de inicio en la profesión. Muchos de nuestros actores comenzaron o consolidaron en ellos su actividad interpretativa al tiempo que asumían que su trayectoria académica sería de corto recorrido y que lo más interesante de la experiencia universitaria les iba a suceder en el seno de los colectivos teatrales aficionados que se generaban al margen de las aulas.

    Incorporados a la profesión, nuestros actores tardarían muy poco en percibir la injusticia de un infundio que perseguía a los cómicos desde tiempos remotos: el de su holganza. El desarrollo de la industria española del ocio, en sus apartados teatral y cinematográfico (y, a partir de la segunda mitad de los años cincuenta, también televisivo), exigía de los cómicos una capacidad de trabajo en muchos momentos sobrehumana. En el ámbito teatral era obligada la doble función diaria, pues, aunque la jornada de descanso semanal de los trabajadores estaba regulada por ley desde 1941, los empresarios de los teatros españoles se negaban a acatar su cumplimiento, sin que la autoridad osara amonestarlos. A las representaciones había que sumarles las horas de estudio de los próximos textos que llevar a escena y los ensayos, no remunerados. Junto a ello, las compañías solían realizar largas giras, con amplios repertorios, que desparramaban a los actores por toda la geografía española con una planificación digna, según Alfredo Landa, de ¿un crío jugando al tres en raya¿; como culminación del despropósito, en provincias les solían aguardar teatros abandonados con unas condiciones higiénicas deplorables.

    Pese a todos estos inconvenientes del trabajo teatral, la mayoría de los cómicos estudiados mostraron sus preferencias por desarrollar su profesión sobre las tablas, donde se habían iniciado y formado como intérpretes, que en el cine y, por supuesto, la televisión. El teatro imprimía prestigio; en él, el actor disponía de mayor plazo de tiempo para crear sus personajes y, una vez comenzada la función, se sentía más libre para desempeñar su oficio. Existía, además, un contacto directo con el receptor de su actividad, el público, cuya presencia, si bien molestaba a Fernando Fernán-Gómez, más partidario de ¿la relativa soledad del cine¿, era lo que acababa por compensar hasta a los comediantes más refractarios a la escena, como José Luis López Vázquez.

    La labor interpretativa presenta en el cine, por su parte, una complicación denunciada por varios de nuestros actores: la deconstrucción del relato de una película a la hora de filmarlo, lo que exige un gran poder de concentración para intervenir con coherencia en cada fase del rodaje. Junto a ello, la supeditación a la técnica del séptimo arte resta protagonismo al trabajo del intérprete o lo pone en dificultades, y se precisan grandes dosis de paciencia para llevarlo a cabo, ya que, como varios de nuestros actores y actrices recuerdan con pesar, si algo caracterizaba su participación en una película eran los tiempos de espera entre las tomas. El formato televisivo contaba con menos adeptos aun entre nuestros comediantes debido a las condiciones ¿infrahumanas¿ (en palabras de Lola Herrera) en que había que realizar los distintos títulos de la programación. Rapidez y por lo tanto improvisación eran los ejes sobre los que se iba construyendo el día a día de la televisión en España, sin tiempo para profundizar en la creación de los personajes o para asegurarse de que los elementos técnicos y de utilería funcionarían correctamente. Por el testimonio de aquellos actores que continúan trabajando para la pequeña pantalla nos tememos que, en muchos aspectos, la situación no ha mejorado tantas décadas después.

    Pero si hay una idea más o menos común entre los actores cuyos argumentos hemos analizado es que un buen intérprete debe serlo para cualquier formato, más allá de sus preferencias. Especialmente los más veteranos comprendieron pronto que, aunque su ámbito connatural fuera el escenario, debían adaptarse a los distintos espacios de desarrollo del oficio que pudieran brindárseles, por lo que la mayor parte de ellos completaron su trabajo dramático con las intervenciones más o menos protagonistas en el cine y la televisión, quizá no tan prestigiosos como el teatro, pero mucho más rentables económicamente y populares, lo que les obligaba a realizar verdaderas proezas para cumplir con todos sus compromisos.

    La hiperactividad empresarial y los legítimos deseos de progresión artística y financiera de los intérpretes, así como su temor a posibles baches profesionales en el futuro, llevaron a nuestros actores y actrices a aceptar la práctica totalidad de las ofertas de trabajo que recibían, las cuales para algunos, sobre todo en determinados momentos, podían ser excesivas y, además, difíciles de compaginar, hasta ponerles al borde del agotamiento, incluso del riesgo vital, como escribieron Tony Leblanc, Miguel Gila, Agustín González, Concha Velasco o María Luisa Merlo. Sabedores de la inestabilidad endémica de la profesión, se trataba de sacarles el máximo partido a las épocas de abundancia laboral en previsión de los periodos de sequía, que no perdonaron ni a los más grandes, como Fernando Fernán-Gómez, Paco Rabal o Alfredo Landa. El primero, dotado de una lucidez evidente no solo para la interpretación, amplió su cartera de posibilidades profesionales a la dirección y la escritura ante la certeza de que algún día podría fallarle la actividad actoral; Rabal y Landa, por su parte, encallaron en dique seco poco después de la extinción del dictador: el navarro estuvo un año sin trabajar tras protagonizar, prácticamente sin solución de continuidad, decenas de películas del llamado landismo, y el murciano, que recibió la esperada noticia el 20 de noviembre de 1975 con la ilusión de estar viviendo el inicio de una feliz etapa histórica, cultural y artística, pasó los últimos años de la década de los setenta y primeros de los ochenta sumido en una depresión laboral que incluso le llevó a aceptar su participación en productos tan funestos como el filme hispano-italiano La invasión de los zombies atómicos, cuyo título anuncia perfectamente el ínfimo nivel de calidad de la cinta.

    En 1972, Concha Velasco y Juan Diego intentaron abrir un camino (o al menos una senda) para la mejora de la situación profesional de los actores españoles al exigir al empresario del Teatro Lara de Madrid, donde representaban 'La llegada de los dioses', de Buero Vallejo, el cumplimiento del día de descanso semanal. Fue el prólogo de una movilización mucho mayor que se produciría tres años después, en febrero de 1975, para denunciar los abusos empresariales, evitar el control de los representantes de los actores por parte del régimen franquista y negociar un convenio colectivo en condiciones. Aunque con trasfondo laboral, la huelga tenía asimismo una intencionalidad política contra la dictadura y logró unir, con mínimas excepciones, a todo el mundo del espectáculo. Su efecto fue la firma de un convenio que supuso importantes beneficios para los intérpretes y un considerable avance en su estimación; pero también significó la incorporación de los cómicos a la lucha por la democracia.

    En definitiva, los actores y actrices que desempeñaron su oficio en la España posterior a la Guerra Civil tuvieron que soportar el exceso de trabajo, la desconsideración de empresarios, autoridades y otros sectores de la sociedad, la ¿eterna incertidumbre¿ (en expresión de Paco Rabal) de una profesión que no asegura la continuidad laboral e incluso la tiránica idea de que el espectáculo, la diversión ¿del respetable¿, estaba por encima de la salud de los actores o de su pesadumbre ante la pérdida de un ser querido. Por supuesto, formar parte de ese gremio tenía grandes ventajas. En primer lugar, la de pertenecer a un colectivo que, como dije, se situaba al margen de la cerrada moral de la época y, por tanto, podía permitirse licencias impensables para el resto de conciudadanos. En segundo término, hacer realidad el fascinante sueño de poder ser otros, de vivir otras vidas, de ampliar el conocimiento sobre la existencia y la condición humana metiéndose en la piel de un sinfín de personajes.


Fundación Dialnet

Dialnet Plus

  • Más información sobre Dialnet Plus