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Del espacio para escultura a la escultura como espacio: el jardín

  • Autores: José Antonio Romera Díaz
  • Directores de la Tesis: Antonio Martínez Villa (dir. tes.)
  • Lectura: En la Universidad de Granada ( España ) en 2015
  • Idioma: español
  • Tribunal Calificador de la Tesis: Ricardo Marín Viadel (presid.), Asunción Jódar Miñarro (secret.), Domingo Campillo García (voc.), Isabel Moreno (voc.), Rosario Gutiérrez Pérez (voc.)
  • Materias:
  • Enlaces
    • Tesis en acceso abierto en: DIGIBUG
  • Resumen
    • Del espacio para escultura a la escultura como espacio: El jardín Propuesta El laberinto ha sido un elemento recurrente en el jardín occidental, hasta el punto que llegó a considerarse casi normativo durante el periodo rococó. El visitante culto del parque sabía que, al final del trayecto, ineludiblemente y casi a modo de premio, encontraría una sensual estatua de Ariadna. Hoy además sabemos que no sólo los setos que marcan el intrincado itinerario, o el espacio que entre ellos queda encuadrado, sino que incluso el acto mismo de atravesarlos es una escultura. En sentido complementario, podemos afirmar que buena parte de la obra de artistas como Dan Graham, Chris Drury o Jaume Plensa son jardines en el sentido más clásico de la expresión.

      Evolución En los albores de la Edad Contemporánea la jardinería tuvo dos claras prioridades: generar espacios dotados de una profunda carga de ejemplaridad moral y construir refugios melancólicos a la medida de un alma encendida, símbolo inequívoco de la virtud burguesa.

      La escultura colaboró en ambos empeños, de tal modo que las dos artes correrían una suerte pareja. El cuestionamiento de los valores heredados del siglo XIX durante la modernidad supuso una renuncia explícita al jardín, en tanto que escenario privilegiado del orden a desmontar, a la vez que evidenció la necesidad de reformular los códigos escultóricos en un marco que excedía obligatoriamente los aspectos formales. Luego pasó la modernidad y con ella su furor iconoclasta. Al hacer balance de los dos primeros tercios del pasado siglo descubrimos que el hombre nuevo, prometido tanto por las vanguardias como por los movimientos totalitarios, no ha llegado, que el mundo no es ni mejor ni más bello de lo que era, y que, además, al haber renunciado al jardín no disponemos de un espacio simbólico, por precario que resulte, en el que mantenernos a cubierto.

      La escultura por su parte tuvo que deshacerse de la condición estatuaria y antropomórfica que, desde el principio de la historia, la había vinculado al sostenimiento de la superestructura del poder a través de la triple función conmemorativa, ejemplarizante y de soporte de la piedad, para convertirse en un elemento catalizador del paisaje, indisoluble de la arquitectura y del resto de elementos que lo componen, pero diferenciada de los mismos.

      Es el proceso de definición ontológica en negativo (sabemos lo que no es, pero no podemos precisar lo que es) enunciado por Rosalind Krauss como ¿la escultura en un campo expandido¿. Ello fue posible gracias a la flexibilidad epistemológica propia de este arte, que le ha permitido asumir todas aquellas experiencias artísticas imposibles de arrogarse por otras cuyo corpus cognitivo ha sido más denso y, por ello, menos elástico.

      En la actualidad la escultura y el jardín coinciden en el objetivo común de generar lugar. El interés que la cultura artística proyecta desde la posmodernidad sobre ellos tiene que ver con el arrasamiento de las diferencias paisajísticas a nivel planetario, así como con la recuperación del tiempo perdido para todos aquellos asuntos que no tuvieron cabida en la modernidad, y, de manera especial, una cierta idea de subjetividad. Debemos analizar la redención del jardín a la luz de las investigaciones escultóricas, la evolución de la escultura hacia la escala paisajística y la combinación de ambos procesos en un territorio híbrido caracterizado por el flujo permanente de cesiones recíprocas. El jardín ha desarrollado una simbiosis con la escultura, y los descubrimientos derivados de esta asociación pueden y deben proponer un paradigma flexible en las relaciones con el entorno que exceda los marcos acotados de ambos campos, para propagarse tanto al paisaje en su sentido más amplio como a la manera en la que el ser humano se relaciona con él.

      Conclusiones En nuestros días casi toda la producción artística pertenece al campo de la escultura. Sin embargo, la práctica escultórica presenta una dificultad extraordinaria derivada de la gran paradoja que caracteriza a la cultura de masas. En el mundo postcolonial ya no es posible establecer un mínimo consenso sobre qué es lo que la escultura debe celebrar ni sobre cómo debe hacerlo. Nunca antes las sociedades habían presentado un nivel similar de complejidad, derivado de la heterogeneidad sobre la que se fundamentan. Por otra parte, la gestión planetaria del deseo resulta muy fácil de controlar por los administradores aparentemente invisibles de la superestructura social. El resultado es una tramoya global orquestada básicamente por la publicidad, que presenta variantes mínimas en función de las tipologías mudables de consumo.

      La escultura ha perdido su estatus de bien mueble, ha bajado del pedestal, se ha transformado en paisaje y, como tal, en jardín, espacio para la inteligencia, el goce y la reflexión. En el camino ha recobrado la humanidad inmediata, aquélla que nos acerca al mundo y nos permite a su través soñar y activar fuerzas de cambio. Deambular, habitar, detenerse en el lugar híbrido del jardín y la escultura supone siempre un recorrido iniciático por los reinos de eros y thanatos. La experiencia ofrece, en definitiva, la posibilidad de resituar la cultura en un horizonte utópico asido a la multiplicidad de los sentidos y a la riqueza de vivir, no sólo el espacio, también el tiempo y el pensamiento mismo.

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