La infraestructura sanitaria de La Habana y del resto de las ciudades cubanas fue desastrosa en el siglo XVIII. Las calles de la capital estaban polvorientas en épocas de seca y enlodadas continuamente en tiempos de lluvia. Para evitar estos perjuicios se volcaban sobre las vías más transitadas carretones de cascajos que pronto eran removidos a causa de la humedad subyacente y el tráfico de carros pesados procedentes del muelle o del matadero. Por si esto fuera poco, todos los detritus y aguas sucias de las casas eran arrojados directamente a la calle. Muchas de las basuras eran arrastradas a lo largo de éstas, a causa de las lluvias hasta verter a la bahía que se había convertido en un auténtico muladar, dificultando incluso la navegación. Imaginemos los insectos que esta situación atraía y tendremos una visión general de la vida cotidiana en La Habana.
Añadamos a lo anterior que el agua llegaba a la ciudad gracias a una zanja excavada en los primeros años de la colonización y que procedía de un río distante 2 leguas. En esta conducción, a cielo descubierto, no era infrecuente el hallazgo de animales muertos e incluso, a veces, de personas. También era muy habitual que el ganado penetrara, en determinados puntos de su recorrido, a beber. La gente con cierto poder adquisitivo, debido a esto, compraba el agua para bebida a los aguadores que la traían directamente en carros. Otros aprovechaban para conservarla en los aljibes de sus azoteas. Las enfermedades de carácter hídrico, lógicamente, campeaban por sus respetos.
Una parte importante de la población, negros y mulatos, vivía en chozas con techo de guano (hojas o pencas de palmeras); eran conocidas estas casas como “bohíos”, estando expuestas a frecuentes incendios, y siendo el ideal refugio de la pulga, el piojo y la garrapata.
En el último cuarto del XVIII, la sanidad mejoraría algo con los gobernantes ilustrados y la figura del alcalde de barrio. Estos y el Cabildo parecían tener más protagonismo en el mantenimiento y mejora de la higiene pública que el Protomedicato.
A finales de la centuria, con el establecimiento en 1793 de la Sociedad Económica de Amigos del País, se conseguirían algunas mejoras como el traslado del matadero extramuros de la ciudad, así como, ya en el XIX, en 1806, se inaugura el primer centenario fuera de poblado de la Isla. Pero poco mejoraría la higiene urbana en los primeros años del XIX: las cárceles seguían hacinando presos de la manera más infrahumana, eran húmedas y malolientes; los excrementos de éstos traspasaban los pisos e incluso rezumaban por las paredes al exterior. El matadero, aunque ya situado fuera de la ciudad, y más amplio, tenía una gran falta de agua para su limpieza.
Se harían intentos parciales de pavimentar las calles y de establecer alcantarillados, pero la mayoría no pasaría de un expediente.
No obstante, aunque con las medidas tomadas a finales de siglo y a principios de éste, la higiene mejoró algo, nosotros creemos que fue en la cuarta década del XIX cuando se opera un cambio evidente.
En efecto, comprobamos que a partir de 1832 comienza a prestar sus servicios un barco a vapor, limpiando y dragando la bahía. Entre 1835-347, se prohíbe a los vecinos de manera tajante que tiren agua sucia por los caños de las casas. Asimismo se empedraron con adoquines muchas de las calles y se construyeron algunas cloacas de desagüe. A partir de estos años se seguiría mejorando la red sanitaria al mismo tiempo que iban cambiando las costumbres higiénicas de los cubanos. Además, también en el año 1832, comienzan las obras de abastecimiento de agua a La Habana mediante cañerías de hierro, evitando así las grandes contaminaciones que tenía en su trayecto la primitiva “Zanja Real”.
En lo que respecta a la alimentación, ésta, en general, no era deficiente en lo que concernía a su composición, aunque echamos de menos las frutas y verduras en las dietas. Otra cosa bien distinta era su estado higiénico. La carne de vaca no era considerada como un lujo, incluso era despreciada cuando se conservaba en salazón (“tasajo”): ésta última era alimento fundamental de la gente pobre y esclavos, junto con el pan elaborado con harina de yuca (“casabe”). Los estratos sociales altos solían consumir con frecuencia carne de cerdo y harina de trigo. Sin embargo, dadas las condiciones higiénicas de los mataderos y establecimientos de despacho al público, presumimos que serían origen de múltiples enfermedades. La misma harina se vendía podrida con bastante frecuencia, ya que se traía de fuera de la Isla. La alimentación del esclavo es difícil de valorar, pues dependía de la subjetividad de la fuente; si tomamos en cuenta las declaraciones de los hacendados sería aceptable, pero muchos nos tememos que no era así.
Se ha evidenciado también un gran consumo por los esclavos, de bebidas alcohólicas, sobre todo aguardiente de caña, siendo propiciado por sus mismos dueños con el objeto de que soportaran mejor su duro trabajo en los ingenios de azúcar.
Las enfermedades más frecuentes eran, lógicamente, las infecciosas. Entre estas las más espectaculares en cuanto a morbi-mortalidad eran las epidémicas como las viruelas, la fiebre amarilla (“vómito negro”), sarampión, las “anginas” o, a partir de 1833, el “cólera morbus”. Pero no se pueden despreciar las enfermedades con las que se convivía todos los días y que llevaban con mucha frecuencia, aunque a más largo plazo que las anteriores, a la muerte. Así, mencionemos la tuberculosis, las enfermedades venéreas y, en menor escala, la lepra. Es necesario también recalcar la gran mortalidad que producía el tétanos infantil (“mal de los siete días”), primera causa de muerte en el recién nacido, y el tétanos “traumático”. El paludismo, dada su alta morbilidad, era considerado enfermedad corriente y a causa de su evolución crónica, se pensaba equivocadamente en su curación. Pensamos que se debería usar la quina en el tratamiento de esta enfermedad, ya que no faltaba esta substancia en las boticas de los hospitales. Sabemos también que el mercurio se utilizaba para las enfermedades venéreas y para la rabia. Las gastrointestinales eran muy frecuentes pero producían una mortalidad relativamente baja, por una adaptación al medio de la población.
Las medidas que creemos eran más eficaces para luchar contra las enfermedades eran las preventivas, como el establecimiento de la cuarentena para todo barco que arribara, sobre todo cargado de negros, lazaretos, y la práctica de la vacuna a partir de 1804. En este sentido es interesante la implantación en 1813 de las Juntas de Sanidad en la Isla. También influyeron de manera decisiva las mejoras en la higiene urbana, que se practicaron sobre todo entre 1835-1837.
Uno de los hospitales que ya existían en 1700 era el de San Juan de Dios, el más importante, que recibía enfermos varones de todos los sectores de la población, tanto civiles como militares. Era asistido por los religiosos de Orden hospitalaria de San Juan de Dios, desde 1602, remontándose su fundación a casi los primeros tiempos de la colonización. También existía el de San Francisco de Paula, estando dedicado a la asistencia de mujeres, y el de San Lázaro para los leprosos. Este último era el que estaba en peores condiciones, siendo sólo un acumulo de chozas que no tendría respaldo oficial hasta 1714. Pero en el siglo XVIII surgirían nuevos establecimiento para responder a las necesidades que se estaban originando por el progresivo aumento de la población fija y flotante. Uno de éstos fue el hospital fundado a instancias del Obispo y entregado a los padres betlemitas. Este sería el primer centro de convalecencia de la Isla; se fundaría en 1714 con la misión de recoger a los enfermos que eran dados de alta en el de San Juan de Dios y que eran abandonados sin estar totalmente restablecidos.
La Iglesia seguía interesándose, como en el siglo pasado, por los problemas sociales, reflejándose esta inquietud en la construcción de hospitales, escuelas y casas de beneficiencia. Estas obras de caridad, a pesar de sus grandes defectos, cubría un gran hueco que la Corona, por la distancia y sus continuos gastos, no podía cubrir. Así pues, esta labor estaría encomendada generalmente al clero cubano al menos hasta la mitad del siglo XVIII.
En consonancia con lo anterior, se fundaría a instancias del Obispo Valdés, en 1711, la Casa de Expósitos o “Casa Cuna” que, aunque obedeciendo a buenas intenciones, poco mejoraría la mortalidad infantil que era inmensa en ese establecimiento, ya que los supervivientes no llegaban al 25% en la centuria. La alimentación que se les daba era aceptable pero fallaba la lactancia de los primeros meses, realizada por nodrizas contratadas al efecto y muy mal pagadas, siendo difíciles de encontrar. La mortalidad mejoraría, aunque seguiría siendo muy alta, en el siglo siguiente.
No podemos eludir tampoco la labor del Obispo Morell que, a mediados de siglo, se preocupó de fundar en una visita, la mayor parte de los hospitales de las poblaciones del interior de la Isla.
A mediados también de esta centuria se crea un hospital en La Habana con carácter exclusivo, para la gran población de militares, funcionarios y esclaros de la Corona que padecían gran morbilidad a causa de las continuas guerras y epidemias; éste era el de San Ambrosio.
Estos dos hospitales, el de San Ambrosio y el de San Juan de Dios, responderían a una política de hacinamiento de enfermos, sobre todo el primero, el cual alcanzaría un gran descrédito a principios del XIX.
Hay que hacer también mención de la gran cantidad de hospitales provisionales que se establecieron en la Isla a consecuencia de las guerras y epidemias mencionadas.
La Corona comenzaría a organizar y controlar sus hospitales en el último cuarto del XIX; prueba de ellos fue el reglamento publicado en 1776 por el Intendente de La Habana, Rapún, que el Monarca hizo extensivo a todos los hospitales americanos.
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