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Filosofía de la diferencia y teoría feminista contemporáneas: ¿cómo pensar la política hoy?

  • Autores: Silvia L. Gil
  • Directores de la Tesis: Gabriel Aranzueque (dir. tes.)
  • Lectura: En la Universidad Autónoma de Madrid ( España ) en 2013
  • Idioma: español
  • Tribunal Calificador de la Tesis: Ángel Gabilondo (presid.), Cristina Sánchez Muñoz (secret.), Germán Cano Cuenca (voc.), Montserrat Galcerán Huguet (voc.), Marina Garcés Mascareñas (voc.)
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  • Resumen
    • La relación entre filosofía de la diferencia y feminismo ha sido expuesta a lo largo de las últimas décadas desde varias perspectivas. La primera es la de los filósofos de la diferencia que han vinculado su pensamiento con los movimientos de mujeres, aunque no siempre lo hayan referido directamente a la teoría feminista. Jaques Derrida (1967) es quizás quien más ha elaborado la relación teórica, vinculando la metafísica de la presencia, característica del pensamiento occidental, con la lógica falogocéntrica (el predominio de lo masculino: la presencia y la voz frente a la ausencia y la escritura). Gilles Deleuze, junto a Félix Guattari, (1980) hablará del ¿devenir mujer¿ como apuesta por la apertura y creación de otra sensibilidad, vinculada a una transformación a nivel molecular, subjetiva, generada a través de disposiciones afectivas. En Michel Foucault (1976, 1998) los movimientos de mujeres y los movimientos gays resuenan como referentes de las resistencias micropolíticas (vinculadas al cuerpo, a prácticas descentralizadas, a gestos cotidianos), las cuales, según sus propias reflexiones sobre el poder como dispositivo productor de subjetividad, son inherentes a los propios mecanismos de captura. Para Jaques Lacan (1982) la posición femenina (posición que en su teoría de la sexuación desvincula tajantemente de la anatomía) implica habitar el lugar del no- todo, un espacio privilegiado por la diferencia para la crítica al Uno totalizador. En términos generales, la pregunta por el lugar que ocupa la diferencia en la filosofía occidental, y en las sociedades capitalistas del siglo XX, encuentra una referencia en la experiencia de la diferencia encarnada por las mujeres (en términos de exclusión y marginación, vivencia íntima de lo Otro, o puesta en marcha de resistencias políticas a caballo entre lo micro y lo macropolítico), y que ha sido progresivamente teorizada desde diferentes perspectivas feministas a partir de la segunda mitad del siglo XX, también desde la filosofía.

      La segunda perspectiva a través de la que podemos rastrear las relaciones entre filosofía de la diferencia y feminismo es la recepción que algunos conceptos de la filosofía de la diferencia han tenido en el seno del pensamiento feminista. Su desarrollo se ha llevado a cabo a través de los llamados postfeminismos, corriente que emerge en un momento de crisis y transformación del feminismo de segunda ola. Aunque en este trabajo no enfatizaremos esta expresión (puesto que directa o indirectamente se vincula a una ruptura con el feminismo predecesor sobredimensionada, sobre todo en el caso español), sí es importante comprender que las reflexiones feministas se alían con la filosofía de la diferencia en el momento en el que el feminismo se piensa a sí mismo como crítica a la totalización y al etnocentrismo: es decir, en el momento en el que se elabora un nuevo marco conceptual de producción de las diferencias y descentramiento del sujeto. Señalar las diferencias se convierte en una estrategia para desplazar los lugares normativos hegemónicos a través de la afirmación de la singularidad de sujetos en posición de subalternidad (lesbianas, gays, transexuales, transgénero, intersexuales, mujeres de color y mestizas, etc.). En esta línea se sitúa la producción de la teoría queer, elaborada principalmente desde EEUU a principios de los 90 (Lauretis 1987, Butler 1990), el feminismo de color (Moraga y Anzaldúa 1981, Smith 1983, Lorde 1984) y el pensamiento postcolonial (Spivak 1990, Brah 1996). En España, la teoría queer ha sido impulsada fundamentalmente desde la académica a partir de los dos mil (Preciado 2002, Mérida Jiménez 2002, Casado 2003, Córdoba, Sáez y Vidarte 2005, GTQ 2005).

      Por lo demás, las reflexiones sobre la identidad, la sexualidad, el cuerpo y las prácticas micropolíticas siempre han estado, de modos diversos, presentes en la historia de los feminismos, sobre todo en el feminismo de segunda ola que sacudió al mundo en la década de los 60. Pero es en la tercera ola del feminismo cuando la subjetividad, comprendida como campo de inscripción de múltiples relaciones de poder, se sitúa en el centro del debate feminista- filosófico. El género deja de ser la única categoría definitoria de la experiencia de las mujeres: sexualidad, clase, raza y etnia se convierten en ejes de análisis prioritarios desde la perspectiva de su interseccionalidad. Aunque Foucault nunca incorporó el análisis de género, sus reflexiones son claves en este punto, pues permiten recuperar una lectura heterogénea de las fuerzas en juego que, conceptos excesivamente uniformes como el de patriarcado impedían, visibilizando relaciones diferenciales de poder. Además, el análisis de la sexualidad como mecanismo de poder permitió problematizar, desnaturalizándolo, el régimen heterosexual; así como describir los procesos de sujeción a los que están sometidos los cuerpos y las técnicas del cuidado de sí que posibilitaban la recreación de estilos de vida diferentes. Autoras como Teresa de Lauretis y Judith Butler se centrarán, respectivamente, en analizar las tecnologías de género la primera (releyendo también con Althusser la ideología como interpelación subjetiva), y las relaciones entre sexo, género y deseo la segunda. Por otra parte, en el trabajo de la filósofa francesa Luce Irigaray (1974, 1977), se encuentra una profunda reflexión sobre la construcción de la subjetividad femenina desde la diferencia a partir de la crítica a la metafísica occidental (y la imposibilidad de pensar lo femenino dentro de la economía falocéntrica), a la luz de los trabajos de Derrida, Deleuze y Lacan. Rosi Braidotti (1995, 2003), desde una perspectiva que intenta conjugar el análisis del capitalismo postindustrial, la aparición de las nuevas tecnologías y la producción de cuerpos heteronormativos con las posibilidades políticas abiertas en este contexto para los nuevos feminismos, encontrará en Deleuze su principal aliado. Otras autoras como Spivak (1990), de la mano de Foucault y Derrida, trazan una línea rotunda entre la crítica a la metafísica occidental y el etnocentrismo, intentando dilucidar las nuevas formas de dominio ejercidas por el poder postcolonial.

      En todos estos cruces entre filosofía de la diferencia y teoría feminista el psicoanálisis se encuentra muy presente. Si bien la filosofía de la diferencia realiza una crítica frontal contra el peso que el psicoanálisis otorgaba al imaginario colectivo sobre los actos y decisiones humanas, y la reducción del inconsciente a la sexualidad y la familia, para el feminismo, el psicoanálisis ha sido un aliado mucho más productivo, aunque no por ello menos conflictivo. La dominación de las mujeres se encuentra con el escollo de no poder ser explicada en términos meramente económicos, cómo hacía el marxismo clásico en relación al proletariado o, en otro sentido muy distinto, en términos de máquinas deseantes, y que solo una filosofía de las profundidades podía ayudar a encarar la gran pregunta de cómo es que pese a todo (léase aquí pese a la insistencia del propio capitalismo contemporáneo en ofrecer un lugar a las diferencias al calor de las políticas de igualdad desarrolladas en las últimas décadas y las cotas de libertad alcanzadas en Europa y otras partes del mundo), la dicotomía jerarquizada impuesta por el binomio sexual persiste. Es en este punto donde autoras como la propia Irigaray (1974), Juliet Mitchell (1974) Nancy Chodorow (1978) o Jane Flax (1990) han señalado la importancia del psicoanálisis, tanto para reinterpretar críticamente a Freud o Lacan como para inspirarse en sus obras. La relación infravalorada con la madre, la experiencia del mundo simbólico como algo ajeno y extraño que habita al mismo tiempo en el interior del sujeto, la constitución de sí como lo otro, la sujeción a través del amor heterosexual, la complicidad del sujeto con la ley (por qué quiero aquello que me oprime) o la culpa y la deuda por ocupar lugares que han sido vedados, que no son propios, son cuestiones que sobrevuelan vigilantes las reflexiones sobre la identidad y la diferencia. Quizás en este punto hay una bifurcación entre la recepción generalizada de la teoría queer (que retorna una y otra vez sobre sí misma en la crítica al sujeto del feminismo y cierta afirmación ingenua de las diferencias, y que no siempre se corresponde con las propuestas y elaboraciones filosóficas), y las reflexiones de las autoras que más se han acercado a estos problemas a través del psicoanálisis, sin abandonar por ello su preocupación por el problema del sujeto.

      En España, una de las autoras que más directamente ha vinculado la feminista con la filosofía de la diferencia es Rodríguez Magda, quien, por una parte, ha realizado un completo estudio crítico a la obra de Foucault (2003) y, por otra, ha analizado el final del sujeto único en el marco de lo que ella denomina transmodernidad (2004). En un sentido similar, Elvira Burgos (2002, 2003) ha trabajado sobre la obra de Judith Butler. Otros estudios han ido dirigidos a problematizar la pertinencia de la relación entre la filosofía postestructuralista y el feminismo, como el volumen de textos compilados por Sylvia Tubert (2003). Y otros, por último, a criticar contundentemente sus efectos, como el estudio de Asunción Oliva (2009), producto de una tesis dirigida por Celia Amorós en el marco de un rotundo feminismo ilustrado aún imperante en el corazón de la academia española.

      La distancia de la investigación que aquí se presenta con este feminismo ilustrado, decidido a rescatar los restos del sujeto deconstruido, es enorme. Entre otras cosas, en este trabajo se plantea una íntima conexión entre la aceptación de un mundo en el que las grandes categorías (Dios, Naturaleza, Sujeto, Verdad, Razón) no cumplen más su función de fundamento último, y la necesidad de una nueva política que el feminismo de la igualdad rechaza. Es decir, el final de los grandes relatos no comporta la destitución de la política, ni siquiera de la feminista, pero sí reclama un enorme esfuerzo por repensar qué pueda significar la política hoy, en un complejo territorio en el apenas logramos orientar algunas de nuestras preocupaciones.

      Frente a los antecedentes que sitúan la teoría feminista contemporánea o bien en el marco de la teoría queer, con su inevitable traducción anglosajona no siempre adecuada para el caso español, o bien en el seno de un feminismo postmoderno excesivamente académico ajeno a los diálogos dentro de los movimientos, este trabajo se sitúa en un punto nuevo. En relación a la teoría queer, la lectura de la filosofía de la diferencia que se plantea no es una lectura triunfalista en la que la celebración de las diferencias pueda servir como crítica al poder normalizador, entre otras cosas porque se parte de la premisa de que el propio capitalismo ha hecho de la transgresión y la diferencia una norma (Zizek 2005). Por otro lado, mientras que la teoría queer plantea que es el poder quien impide la proliferación de géneros o que la subversión de género forma parte de una decisión consciente del sujeto, el cual podría modificarse indefinidamente, en este trabajo se duda de que la diferencia sexual sea simplemente producto del poder, una construcción social, es decir, algo de lo que tenderíamos a despojarnos sin más, y no, siguiendo a Lacan, una respuesta que todo sujeto debe dar para ingresar en lo simbólico. Es decir, la diferencia sexual no sería ni biológica ni construida, sino la manera siempre fallida que un sujeto tiene de nombrarse a sí mismo. De este modo, si no hay entrada en lo simbólico sin posicionarse en el lado masculino o femenino, la cuestión no sería tanto cómo romper sino cómo, haciéndonos cargo de nuestra propia posición y no ignorándola (por mucho que exista el deseo de derrumbar el par masculino/ femenino cuando se ignora el límite impuesto por lo Real acaba reapareciendo en la forma del fantasma), pueden producirse cambios significativos en el modo en el que esas posiciones son experimentadas y codificadas. Es decir, la transformación es posible, pero no pensando que existe únicamente un poder social que normaliza los cuerpos, sino también un límite interno con el que tenemos que confrontar, y dentro del que cabe más hablar de posibles desplazamientos que de rupturas. Por último, este trabajo tampoco desvincula el análisis de la sexualidad, la raza o la producción corporal del análisis de las nuevas formas de trabajo en el capitalismo contemporáneo (el ser precario, la rearticulación racial de la división sexual del trabajo, la valorización de los afectos y la comunicación, la crisis de los cuidados¿). No se trataría tanto de abandonar totalmente el análisis del trabajo (debido a la inoperancia de las categorías marxistas clásicas) y centrarse en el de la identidad y el cuerpo, sino de encontrar otros nombres para articular la experiencia actual en la que se alían identidad y trabajo, subjetividad y nuevas formas de producción.

      Y en relación al feminismo postmoderno desarrollado desde la academia, en este trabajo se rescata la importancia de otras formas de conocimiento que han sido elaboradas desde los propios movimientos de mujeres y/o feministas. Producir cartografías de estos movimientos es realmente importante para rastrear el modo en el que se organizan y se piensan a sí mismas las prácticas sociales en una determinada época. Sin embargo, mientras que contamos con importante literatura de la historia y significado del movimiento feminista en España que nace como tal en 1975 (Agustín Puerta 2004, Nash 2004), estas historias se cortan cuando el movimiento feminista unitario desaparece, a principios de los 80. A partir de ese momento, en el que nuestro mundo comienza el tránsito de un modelo social y subjetivo (estabilidad, norma, disciplina) a otro (inestabilidad, flexibilidad, control), en el que las experiencias de autoorganización se descentralizan y dispersan, no contamos (con excepción de las recientemente publicadas historias del movimiento lesbiano: Platero 2008, Trujillo 2008) con mapas de experiencias colectivas que puedan orientar las prácticas actuales y, sobre todo, formular nuevas preguntas.

      Y aquí entramos en la última perspectiva desde la que han sido abordadas las relaciones entre filosofía de la diferencia y feminismo: la de los propios movimientos feministas que surgen ligados al pensamiento de la autonomía y la diferencia tras el desmoronamiento del movimiento obrero, el relato marxista, y el movimiento feminista unitario que, en el caso español, se produce desde la primera mitad de los 80. Es importante tener en cuenta que tanto Deleuze como Foucault habían señalado que el papel del intelectual no se encontraba ya más ¿por encima¿ de los movimientos. Este papel, que representaba las líneas maestras a seguir, separando los saberes expertos de los populares, los saberes teóricos de los prácticos, fue cuestionado radicalmente: la organización al margen de los partidos, la circulación de la inteligencia colectiva y la toma de la palabra practicada por sujetos cualesquiera en el mayo del 68 hicieron estallar la férrea división entre teoría y práctica. No son esferas separadas, sino que se alimentan mutuamente: la teoría no puede sobrevivir sin las prácticas que le dan cuerpo, y las prácticas deben encontrar el espacio para pensarse a sí mismas y producir sus propios conocimientos. De hecho, el saber producido en las experiencias de autoorganización es, en ocasiones, mucho más relevante que el desarrollado desde los ámbitos académicos: mientras que el primero se pone en cuestión a sí mismo constantemente a través de la experiencia colectiva y la necesidad de inventar nombres comunes que señalen las continuas mutaciones que experimenta lo social, el segundo corre el peligro de congelarse en las vitrinas de las metodologías formalistas y aisladas de la frontera académica. En el final de la dicotomía entre teoría y práctica, que explosiona con el mayo del 68, las prácticas en movimiento aparecen como espacios relevantes desde los que dar cuenta simultáneamente de la producción de nuevos conocimientos y formas de resistencia.

      Las prácticas feministas contemporáneas implican un hacer desde la diferencia para el cual no hay recetas previas, programas políticos ni directrices derivadas de un arquetipo esencial de las mujeres. En ahí donde se cruzan las temáticas del sujeto, el poder, el deseo, la micropolítica, la creación de nuevas formas de vida¿ Estas inquietudes se condensan en la pregunta que recorre este trabajo: qué prácticas políticas son posibles con un sujeto que ya no es Uno. La genealogía de estas prácticas se remonta al Mayo del 68, con su crítica a los grandes relatos marxistas y a la política controlada desde los partidos, a los movimientos de liberación de los 60- 70 y el movimiento de la autonomía italiana. Una genealogía que puede leerse desde una perspectiva sociológica, como mera descripción de la realidad, o desde una perspectiva reflexiva, como una herramienta para pensar el presente. Y pensar el presente, nuestro ser contemporáneo, es pensar la novedad, lo que de singular que hay en él (los desplazamientos, discontinuidades, acontecimientos¿ la diferencia): una labor, por lo pronto, filosófica.


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