Una de las mayores paradojas de la evolución es que a pesar de que las plantas son una especie que se ha originado en los océanos, donde el ion sodio (Na+) es el más abundante, han elegido el ion potasio (K+) como el mayoritario en sus células. El K+ es un ion fundamental para multitud de procesos en las plantas, como la regulación del potencial de la membrana, la osmoregulación o el cotransporte de azúcares (Schroeder et al., 2001a; Very y Sentenac, 2003). Por el contrario, el Na+ es un ion altamente tóxico para las plantas ya que dificulta la entrada de K+ y agua a través de la raíz e inhibe enzimas que regulan el metabolismo impidiendo su crecimiento (Hasegawa et al., 2000; Tester y Davenport, 2003). Esto representa un problema a nivel global ya que las aguas de regadío contienen altas concentraciones de Na+, que se acumula en los suelos. Se estima que alrededor de un 21% de las tierras sometidas a regadío pueden estar dañadas por las altas concentraciones de este ion (Qadir y Oster, 2004). En condiciones de falta de K+ y exceso de Na+ en los suelos, las plantas están lejos de sus condiciones ideales por lo que han desarrollado una serie de mecanismos moleculares que permiten una toma de K+ más eficiente y previenen la acumulación de Na+ (Pardo, 2010). Estos mecanismos son los que regulan la homeostasis iónica.
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