Los contaminantes orgánicos persistentes (POPs) comprenden una amplia variedad de compuestos de diferente estructura y usos. Los compuestos organohalogenados constituyen una parte importante dentro de éstos. Una característica común a todos ellos es su resistencia en mayor o menor grado a la degradación fotolítica, biológica o química. También presentan una alta lipofilicidad (tendencia a disolverse preferencialmente en grasas y lípidos). Esta última propiedad también da lugar a que el compuesto tienda a bioconcentrarse desde el medio acuoso hacia el organismo. Todo ello, junto con su persistencia ambiental y una gran resistencia a la degradación biológica, da lugar a su biomagnificación a través de las cadenas tróficas.
Otra característica importante es su semi-volatilidad, a temperaturas ambientales parte de estos compuestos entran en fase gaseosa, volatilizándose desde el suelo, vegetación o masas de agua a la atmósfera: lo que les permite dispersarse a grandes distancias desde las zonas cálidas hasta su re-deposición en las zonas frías.
El origen de estos compuestos es antropogénico. Se empezaron a introducir de forma importante en el medio ambiente alrededor de los años 40-50, cuando se fabricaron y usaron como aislantes (p.e., policlorobifenilos PCBs), insecticidas (p.e., DDT) o fungicidas (p.e., hexaclorobenceno, HCB). También son co-productos de generación no deseada en una amplia variedad de procesos de fabricación (p.e., disolventes orgánicos) o combustión (p.e., plantas incineradoras). Debido a sus características físico-químicas estos compuestos se han distribuido por todos los ecosistemas y también han entrado en la dieta humana, acumulándose en los tejidos de las personas. Los seres humanos nacidos a partir de los años 50 vivimos desde la concepción hasta la muerte en contacto permanente con estos contaminantes transmitidos por el aire, agua, alimentos y suelo.
© 2001-2024 Fundación Dialnet · Todos los derechos reservados