Resumen de la tesis “La bruja fílmica. Conversaciones entre cine e historia” por Roberto Morales Estévez.
La brujería ha sido representada en el cine en multitud de ocasiones perpetuando la imagen de la mujer malvada. En casi todas las ocasiones estas representaciones se realizan obviando los análisis y conclusiones que los especialistas sobre el tema han ido desarrollando a lo largo de una dilatada historiografía. La bruja queda relegada en la pantalla al cliché de mujer malvada que inspira terror o a la imagen de mujer mágica y fatal que por amor se redime y ocupa el lugar, siempre al servicio del hombre, que la sociedad le tiene reservado.
De esta tendencia general escapan un puñado de valiosísimos filmes que sí que se han realizado, en mayor o menor medida, bajo presupuestos académicos. Dichos filmes son los que se analizan en el presente trabajo bajo una doble premisa; comprobar si éstos podrían ser susceptibles de incluirse en el debate historiográfico al mismo nivel que el discurso que emana de los libros y publicaciones tradicionales y, por otro lado, si los cineastas responsables de los filmes podrían ser considerados como historiadores fílmicos, ya que se enfrentan a las mismas cuestiones que los historiadores tradicionales.
Éste trabajo se sustenta en las propuestas y reflexiones que historiadores como Natalie Zemon Davis, Pierre Sorlin, Robert Rosenstone o Marc Ferró han realizado sobre las no siempre fáciles relaciones entre cine e historia. Muchos historiadores han recelado de la pantalla como medio de transmisión del conocimiento histórico a la vez que se han visto amenazados en su papel de transmisores de la historia a la sociedad. Las razones de estos reparos son muchas y variadas, pero no esconden una realidad que, aunque dolorosa, es necesario reconocer y es que –parafraseando una frase del filme Gladiator- el conocimiento histórico que recibe gran parte de la sociedad no surge de las aulas, seminarios y despachos universitarios, sino que ruge en las salas de cine.
Creemos que el historiador debe ser consciente de ello y, evidentemente sin renunciar al academicismo y a la ciencia histórica a la que nos debemos, tiene el deber de adaptar su discurso y método de trabajo internándose en el lenguaje fílmico y audiovisual del cine sin que por ello tenga que renunciar a su discurso tradicional expuesto en libros. En ello vemos una tare urgente como paso previo a abordar otros nuevos canales de transmisión histórica que en estos momentos están poniendo en cuestión la primacía del cine como transmisor cultural. Nos referimos principalmente al mundo de los videojuegos y de las series televisivas que, aunque hermanadas con el cine, tienen sus propias características Esta tarea tiene un doble beneficio, pues no solo nos ayudará a divulgar más y mejor a un público masivo, sino que además nos hará reflexionar sobre nuestro método, discurso histórico y sobre el concepto de verdad histórica. Evidentemente un filme nunca podrá equipararse a un libro como discurso historiográfico, pero tampoco el libro puede hacer lo mismo que un filme. En la pantalla la historia cobra vida, color y movimiento, y observar la realidad desde esa perspectiva puede tener el beneficioso efecto de hacer que los historiadores nos apercibamos de nuevos matices y nos lleve a plantearnos nuevas preguntas y perspectivas que enriquecerán nuestros textos en papel.
Para el análisis de todas estas cuestiones, nucleares en la práctica del oficio de historiador, creemos que es especialmente pertinente hacerlo en torno al poliédrico campo de estudio de la brujería. En primer lugar, porque el estudio de la brujería ha estado presente, en mayor o menor grado, desde el nacimiento de la ciencia histórica, al igual que la bruja ha estado presente en la pantalla desde el nacimiento del cine, dándose además la circunstancia de que el nacimiento del cine y de la historia como ciencia son casi coetáneos. La segunda razón de la conveniencia de analizar las citadas cuestiones desde la perspectiva de la brujería es que el cine se muestra especialmente pertinente para analizar dinámicas de minorías. Así lo ha demostrado, por ejemplo, Zemon Davis junto con otros muchos historiadores culturales.
El primer filme analizado es la obra de culto Häxan. La brujería a través de los tiempos del cineasta danés Benjamin Christensen. A medio camino entre el documental y la ficción, el filme intenta dar una explicación racional e histórica de la brujería con un relato cinematográfico extenso y exhaustivo que aborda la cuestión desde la perspectiva histórica y médica. En nuestra opinión el rigor académico y científico es encomiable y el primer intento serio de dar una explicación del fenómeno de la brujería desde la pantalla. Así, Christensen comenzará por hacer una extensa introducción histórica de la brujería desde la antigüedad para, posteriormente, ponernos frente al sufrimiento de estas mujeres caídas en las manos de una inquisición, muy caricaturizada, que las destruirá sin miramientos. El director indagará además en la lógica de la caza de brujas e intentará explicar fenómenos como el aquelarre o el Sabbat, que aún hoy, son objeto de debate. Christensen, que además de cineasta era médico, intentará dar una explicación al fenómeno de la brujería basada en las teorías psiquiátricas de su tiempo y alertará de que la pobre bruja sigue sufriendo entre nosotros en forma de mujeres demenciadas o neuróticas.
Si el modo de narrar y el género, siempre discutido en Häxan, se agotó con el propio filme, no ocurrió así con el tema del que trataba ni con algunas propuestas estéticas del danés. Sería un compatriota suyo, Carl T. Dreyer, el que recogiera el testigo y llevara el tema de la brujería a ser un tema central en buena parte de su filmografía. Realmente, en el caso de Dreyer, la bruja es una excusa para reflexionar sobre la intolerancia en todas sus vertientes y épocas. Así, nos hemos podido detener en el análisis de su filme Las páginas del libro de Satán (1921) y en concreto en su segundo capítulo, donde un mefistofélico inquisidor general de la Sevilla del XVI llevará a la perdición el alma de un sacerdote y la vida de una inocente acusada de brujería. Su filme La pasión de Juana de Arco (1928), le llevaría a ahondar más en su reflexión en torno a la intolerancia de esta mujer, santa para algunos y bruja para otros. Para ello, el director, como cualquier historiador, utilizó como base para su guion las actas del proceso a la Pucelle y contó con el asesoramiento de un historiador profesional experto en la figura de la santa.
Con Vampyr, la bruja vampiro (1932), Dreyer produciría sin lugar a dudas su filme más personal, oscuro y desasosegante del que aún los críticos debaten sobre su verdadero sentido. En el mismo, el director indaga sobre conceptos tan ligados a la brujería como la maternidad en todas sus vertientes y nos conecta con el trasfondo mítico y onírico que brujas y vampiros comparten.
Para nuestros intereses es especialmente pertinente el primer filme sonoro de Dreyer y el último filme que nosotros reseñamos del citado director y que no es otro que Dies Irae (1943). En el mismo se recogen y perfeccionan muchos de los recursos cinematográficos utilizados por el director en sus anteriores filmes y continúa su indagación personal sobre la intolerancia y la opresión por medio de un modelo de bruja que, como en el caso de Christensen, es representado por mujeres sin ningún tipo de poder mágico ni social, víctimas de la violencia de los inquisidores y jueces, Son mujeres que sufren el peso de la intolerancia y que pagarán muy caro el intentar llevar a cabo cualquier elección personal.
Podríamos calificar a Christensen y Dreyer como los historiadores de las brujas, habida cuenta del interés que ambos muestran en las mismas y el enorme protagonismo que toman éstas en detrimento de los jueces e inquisidores, que quedan siempre caricaturizados como misóginos, crueles, lujuriosos, intolerantes, zafios y sanguinarios. Sorprende, en cualquier caso, la poca presencia de la mujer sabia o curandera en su retrato de mujeres, la mujer que tenía también una magia de carácter benéfico. Esta postura, que ambos directores adoptan, podríamos encuadrarla en la escuela historiográfica del Paradigma Soldam que, aunque defendida en los ambientes académicos, palidecía ante el empuje mediático que conseguía la escuela romántica de Michelet o Murray y que hasta mediados de los setenta, cuando menos, fue la imperante para la explicación del fenómeno de la brujería.
Para contar, entre otras cosas, con un relato que tuviera en cuenta la lógica del inquisidor y el juez tendríamos que esperar a la obra teatral de Arthur Miller El crisol, estrenada en 1953. El análisis, realizado también en los anteriores casos, del contexto histórico de su producción es aquí especialmente pertinente, pues es imposible entender la intencionalidad y trasfondo de la obra sin vincularla con el macartismo y la caza de brujas en Hollywood que el propio autor teatral sufrió. Miller, siempre reticente a adaptar sus obras al lenguaje del cine, se avino a realizar un guion cinematográfico de su propia obra a mediados de la década de los noventa del siglo pasado. La película contó con la dirección de Nicholas Hytner, que provenía como Miller del mundo del teatro.
El caso de El crisol es especialmente interesante pues nos ha permitido valernos del texto teatral y del guion cinematográfico, del que defendemos su absoluta independencia. Miller se valió de las fuentes originales de los procesos de Salem de finales del XVII. De hecho, muchos de los diálogos son traslación literal de los mismos. Ello redunda en nuestra tesis de presentar a Miller como historiador teatral o fílmico, como se prefiera. Su respeto por la historia le lleva a cuidar el lenguaje para ser respetuoso con el inglés propio del siglo XVII y la dirección de Hytner continúa por la misma senda en una muy cuidada puesta en escena desde el punto de vista histórico.
El filme, que se centra como hemos reflejado en la caza de brujas acaecida en Salem en 1692, se muestra como un canal perfecto para mostrar en toda su riqueza de matices la histeria brujeril que se apoderó de esta colonia estadounidense y que, en esencia, sigue unos patrones generales reconocibles en otros episodios como el ocurrido en Zugarramurdi en 1610. Miller, como sus colegas Dreyer y Christensen, adopta una postura racionalista y nos muestra cómo en la caza de brujas se mezclan tensiones sociales, económicas, políticas, religiosas y familiares que estallan en usa psicosis colectiva donde, sobre todo la mujer, suele servir de chivo expiatorio.
El último filme analizado es La bruja del joven director Robert Eggers, cuyo capítulo hemos titulado, creemos que acertadamente, como el continuo homenaje. Ello se debe a que a la luz de los análisis de los distintos filmes y directores creemos haber encontrado una línea de parentesco entre todos ellos. Una forma de trabajar común donde Eggers es el último eslabón recogiendo las enseñanzas de sus antecesores. El director, en la fase de documentación histórica realiza un trabajo comparable en tiempo y minuciosidad a la que se le presupone a cualquier obra académica. Fruto de esa fase investigadora es la muy pulcra representación de la cultura material de los colonos ingleses del siglo XVII en las colonias americanas, alcanzando cotas de verismo muy difíciles de superar.
Además, y recogiendo las enseñanzas de Christensen o Dreyer, realiza una utilización muy inteligente de los recursos pictóricos que artistas como Goya, Rembrandt o Teniers el Joven legaron en sus obras. Como Miller, el respeto al inglés de la época Moderna es tal que obliga a los espectadores anglosajones al mismo esfuerzo que tendría que realizar al ponerse ante un texto inglés del XVII. La puesta en escena bebe así mismo de manera evidente de Häxan, de toda la filmografía de Dreyer y de la obra de Miller y Hytner, teniendo la impresión en los primeros compases del filme de no haber abandonado la Salem ideada por Miller.
Eggers da un paso más que Miller en el intento de comprensión de la brujería y de la lógica de jueces e inquisidores. Eggers sitúa al espectador en el papel de juez y adoptando una visión de cámara testigo, hace que el espectador tenga que decidir si lo que ve es real o estamos ante el fruto de la imaginación de unas personas expuestas de manera accidental a alucinógenos. Lo que no le cabe duda al espectador es que está ante un drama familiar donde la culpa espoleada por la rígida moral protestante, la mentira, la violencia y la sexualidad conforman un letal cóctel de funestas consecuencias que nos deja con la impresión de que el demonio, lejos de presidir improbables aquelarres en oscuros bosques, habita en nuestro interior.
La verdadera originalidad de Eggers es acompañar su análisis del fenómeno de la brujería de constantes referencias al folclore, los cuentos y las leyendas de los que vivieron la locura de la caza de brujas, aportando con ello un elemento esencial para el análisis de tan complejo fenómeno.
Tomando todos los filmes en su conjunto creemos demostrar que si el guion está trabajado desde el punto de vista histórico el producto será susceptible de ser considerado académicamente válido aun cuando el relato que se nos exponga no sea real. Ejemplo de ello es el relato Dies Irae de Dreyer que, aunque basado en un hecho real, el guion poco o nada tiene que ver con lo sucedido. Ello no es óbice para apreciar el poso de verdad que atesora el guion y que nos permite visualizar dinámicas históricas de las que es posible aprender. Podemos decir lo mismo del filme La bruja de Eggers, donde se readaptan y escogen multitud de fuentes para contarnos una historia que no es real, pero que ejemplifica mejor que nuestros archivos lo que la gente creía y temía en torno a la brujería.
Si aceptamos esta premisa, el siguiente paso lógico es aceptar a estos cineastas como historiadores fílmicos ya que, como el historiador tradicional, cuentan, investigan y divulgan nuestro pasado. Y no lo hace de manera mejor ni peor, sino distinta. Cuanto antes aceptemos los historiadores estos hechos, antes podremos salir de nuestras universidades y llegar a los hogares de nuestra sociedad, que al fin y a la postre es a quienes nos debemos.
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