El siete de enero de 1839 el Ayuntamiento de Zaragoza debatió la celebración solemne del “aniversario del memorable día cinco de marzo del año pasado, disponiendo algún regocijo público y también una función fúnebre por los que fallecieron en tan gloriosa jornada, haciéndoles los honores que señala la ordenanza del Ejército a los Capitanes Generales, como se concedió con motivo semejante a los defensores de Bilbao” . Sin embargo, apenas cinco días más tarde el propio Capitán General contestaba que no estaba autorizado a conceder tal honor. Como consecuencia, el Ayuntamiento acordó acudir al Cabildo para que éste tomara las medidas oportunas y “que el cinco de marzo próximo se celebre su Aniversario a que concurran todas las autoridades y los Capítulos Eclesiásticos, cantándose a víspera un responso delante del Catafalco, que se levantará en el Templo del Pilar, y se encargará de decir la oración fúnebre el Sr. Canónigo Romea”. Para completar los actos, el Ayuntamiento programó también una corrida de toros y un baile en la Lonja cuyos beneficios se destinarían a la Milicia Nacional.
En vísperas de la nueva conmemoración de 1840 fue Miguel Alejos Burriel quien, como alcalde de la ciudad, firmaba el bando que llamaba a los zaragozanos a la celebración de tan emotiva jornada. Este mismo año se sumó a los actos otro eminente liberal, Manuel Lasala, interesado en dedicar a la ciudad un drama recientemente compuesto por él. Resulta significativo que, entre palabras de fervoroso agradecimiento, el Ayuntamiento insistiera en catalogar la obra de Lasala como una composición que pintaba con “los más vivos colores el carácter noble y valiente de los Aragoneses y su decisión por sostener la libertad y sus fueros”, para señalar a continuación que su autor había sabido “recordar a los espectadores oportunamente aquellos sentimientos para combatir hasta la sombra de la opresión y conservar la independencia que tenemos garantizada en las preciosas instituciones que habemos jurado”.
Sea como fuere, se iniciaba de esta forma la celebración de una fecha emblemática para el liberalismo progresista zaragozano y que, con algunas pero pequeñas modificaciones, daría lugar a una suerte de ritual periódico y de carácter público-festivo cuya intención, nunca encubierta y sí explícitamente pública, fue la autoafirmación social de quienes habían derrotado no mucho antes a las tropas carlistas. Y es que, en el fondo, detrás de estas conmemoraciones latía tanto el recuerdo y el presente del movimiento juntero de 1835, como la memoria todavía viva de los sucesos acontecidos en la ciudad en marzo de 1838. En concreto, la casi milagrosa derrota infligida en esa fecha por la Milicia Nacional, apoyada por ciertos sectores de la respetable sociedad local, sobre las tropas carlistas del general Cabañero que amenazaban con asaltar y tomar para su causa la estratégica capital del Ebro.
En este contexto, la cultura de guerra y el miedo provocados por el conflicto carlista acabó fusionándose con el entramado de legitimaciones que necesitaban los actores políticos del liberalismo, hibridación necesaria si estos querían mantener su reciente y todavía inestable preeminencia pública. Fenómenos que se manifestaron conmemorativamente a través del único marco susceptible de acoger y desarrollar por entonces el nuevo lenguaje político del liberalismo, esto es, el ámbito local y regional. Es más, aunque la iniciativa conmemorativa partió de lo que podríamos llamar “sociedad civil local”, su uso estratégico resultaba especialmente atractivo para quienes controlaban desde hacía poco los órganos de poder urbano.
A partir de 1839 Zaragoza se convirtió en el eje central de unas celebraciones en las que la conmemoración actuó como generadora de una nueva puesta en escena, de nuevas prácticas discursivas y nuevos símbolos que, apelando al recuerdo, contribuyeron a crear un igualmente nuevo ritual político y festivo reproducido anualmente por los distintos Ayuntamientos. Extremo que acabó perpetuado a lo largo de las décadas posteriores, con las oportunas salvedades, hasta la actualidad.
Durante las décadas que median entre 1844 y 1868 se percibe una cierta tendencia hacia la bipolarización entre, por un lado, el mencionado plano institucional de la conmemoración –al menos, cuando esta aparece ocasionalmente- y, por otro, los actores populares o políticos que se apropian del carácter específicamente social de los actos. Una vez en el poder, esos nuevos actores políticosociales asumieron las prácticas conmemorativas, e incluso reelaboraron sus plasmaciones festivas, dando lugar además a nuevos espacios lúdicos para la celebración.
Pero con la Restauración otros discursos y recuerdos del pasado, surgidos en el ámbito reducido de lo local, aspiraron también a convertirse en parte creativa de lo nacional. En esta redefinición de los procesos identitarios –locales, regionales y nacionales-, el cinco de marzo perdió su anterior peso específico en favor de modelos referenciales inspirados por la tradición católica –como las fiestas del Pilar-, u otros asumidos ahora decididamente por el conservadurismo –la memoria de los Sitios durante la Guerra de la Independencia. Más aún, a pesar de su pervivencia festiva hasta 1936 el cinco de marzo se convirtió en una víctima más de las muchas provocadas por el fallido golpe de estado que daría inicio a la guerra civil. Tanto por sus orígenes típicamente liberales como por su posterior apropiación popular y republicana, la fiesta no podía sobrevivir en el clima social, cultural y político auspiciado por los sublevados contra la Segunda República. A partir de ese verano de 1936 las nuevas autoridades, guiadas por su particular uso de las políticas de la memoria, decidieron suprimir los actos conmemorativos al tiempo que borraba simbólicamente el ya tradicional nombre de Cinco de Marzo del callejero zaragozano sustituyéndolo por un mucho más expresivo Requeté aragonés.
Finalmente, la Cincomarzada sucumbiría a la larga noche franquista aunque los primeros años de la Transición democrática hicieron posible su recuperación, ahora definitivamente alejada de su mito fundacional.
OBJETIVOS Y METODOLOGÍA Tomando como punto de partida la breve contextualización anterior, los objetivos apriorísticos que nos hemos fijado a la hora de abordar el tema propuesto para la presente investigación giran en torno al tratamiento de varios factores estrechamente vinculados entre sí.
En primer lugar, nos proponemos analizar la determinante influencia ejercida sobre el proceso conmemorativo por el marco de predominio liberal-progresista abierto en Zaragoza a partir de 1835 y prolongado hasta la reacción moderada de 1843-1844. Condicionados una vez más por lo que todavía son sólo conjeturas apriorísticas, creemos que el movimiento juntero contribuyó a extender una nueva cultura política y aceleró el uso de fórmulas discursivas innovadoras que combinaban apelaciones tanto a una supuesta tradición histórica aragonesa (emanada del binomio fueros y libertad) como a la nueva realidad sociopolítica. Todo ello acabó por confluir en los mecanismos de autolegitimación liberal posteriores al Cinco de Marzo de 1838.
Condicionado por lo anterior, el proceso conmemorativo se encuentra en segundo término inextricablemente vinculado al escenario de guerra civil en el que vive España desde la muerte de Fernando VII. Generadora por su propia dinámica de una cultura de guerra, por definición excluyente y mitologizante, la guerra provocó impredecibles vaivenes sociológicos, entre ellos la percepción del carlismo como una amenaza bélica y un hipotético peligro por su demostrada capacidad movilizadora entre los sectores populares. De ahí que los liberalismos optaran pragmáticamente por conformar alianzas estratégicas con la monarquía, guiados por un programa estructural inspirado en el orden y la libertad (en esta misma disposición).
Por ello, nos proponemos definir cómo en este contexto bélico el liberalismo procedió a la construcción de una determinada memoria particular al tiempo que ponía en marcha un cierto olvido social. Como intentaremos señalar a lo largo de nuestra investigación, la teatralización del espacio urbano mediante un cuidado ritual de conmemoraciones, fiestas y lugares de la memoria vinculados al Cinco de Marzo favoreció la sociabilidad liberal tanto como su vacunación frente a un “otro” social al que se otorgaba un papel público secundario y visualmente marginal. Los sectores populares y sus propios mecanismos de sociabilidad no se integraron como tales en la escenificación de un espacio urbano burgués que les negaba entidad política autónoma: más allá de las apelaciones a los principios pactistas de Aragón, el “pueblo” se utilizó tan sólo como una fórmula dialéctica de cariz movilizador, y sus integrantes apenas sólo podían aspirar a ser espectadores o figurantes en la teatralización urbana.
Como resultado, el ritual conmemorativo debía innovar o adaptarse a las circunstancias coyunturales para evitar su esclerotización y ser capaz de reafirmar periódicamente su intencionalidad autolegitimadora. De este modo, el ritual varió por encima de su aparente inmovilidad hasta adaptarse a las nuevas coordenadas políticas, sociales, económicas y culturales. Por lo tanto, en este proceso la conmemoración acabó asumiendo un constante proceso de readaptación y reinvención de sí misma y de los sectores sociales que la apoyaban. Incluso podríamos señalar paradójicamente que el proceso conmemorativo creó a quienes lo generaron tanto como éstos crearon a la propia conmemoración.
Por último, en nuestra propuesta investigadora siempre va a jugar un rol central la interactuación entre el plano institucional de la conmemoración, remontado a un hecho fundacional al que se dota de un cariz pseudomítico, y las prácticas festivas que se le asociaban incorporando interesadamente pautas y tradiciones populares o floclóricas. Convertida en el epicentro de las celebraciones, Zaragoza compaginó la creación de una “ciudad institucional” en espacios públicos centrales estrechamente ligados a las clases dirigentes, con una cierta banalización del hecho conmemorado.
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