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Estudio razonado y catalogación de la colección del Museo Art Nouveau - Art Déco de Salamanca

  • Autores: Daniel Montesdeoca García-Sáenz
  • Directores de la Tesis: María Teresa Paliza Monduate (dir. tes.)
  • Lectura: En la Universidad de Salamanca ( España ) en 2016
  • Idioma: español
  • Tribunal Calificador de la Tesis: Alberto Darias Príncipe (presid.), Antonio Casaseca Casaseca (secret.), Ana Julia Gómez Gómez (voc.)
  • Enlaces
    • Tesis en acceso abierto en: GREDOS
  • Resumen
    • En el presente estudio no hemos incidido sobre aspectos que ya han sido tratados por otros expertos, tanto en cuanto poco más hay que aportar al mayor conocimiento de las trazas arquitectónicas de la Casa Lis, su deriva museográfica o las reseñas de carácter biográfico sobre la personalidad del principal artífice de este proyecto que hoy lleva el nombre de Museo Art Nouveau-Art Déco de Salamanca, que no es otro que don Manuel Ramos Andrade. En cambio, cuando nos enfrentamos en primera instancia al análisis de las distintas colecciones que conforman los fondos de la mencionada institución museológica, creímos oportuno centrarnos en desentrañar los aspectos formales, técnicos y artísticos de las más de ochocientas piezas depositadas en el primer legado y con las que se inauguraron sus salas en 1995, con el objeto de ordenar , sistematizar y aportar todos aquellos datos que enriquezcan el reconocimiento de las artes decorativas modernistas Setenta y cinco piezas constituyen el volumen de la colección denominada Bellezas de Baño, que en el mercado de antigüedades internacional vienen a conocerse como Bathing Beauty. Si bien no son de calidad reseñable en cuanto a estilo ni nivel artístico, sí lo son con respecto al denominador común de reflejar el gusto de la época, pudiéndose comprobar los usos y costumbres de una sociedad en la que la mujer deja de adoptar el rol pasivo para configurarse en la nueva Eva, dinámica y sensual. Estos pequeños bibelots visten trajes de baño de incómodo croché, que eran de difícil secado, y que corresponden a los dictámenes de la moda comprendida cronológicamente entre 1895 a 1910. Por regla general se ajustan a patrones bien delimitados, que vienen dados por su confección en biscuit policromado sobre cubierta, en los que destaca la suave tonalidad sonrosada de las carnaciones, y la estilización anatómica, no desprovista de elegante pose. En gran número, aparecen sin ningún aditamento capilar, a modo de bellezas con alopecia, que nos indican el uso que tuvieron como pequeños maniquíes provistos de toda suerte de pelucas de mohair.

      En todo caso, la norma generalizada es la de carecer de marcas que las identifique con una u otra manufactura o nos advierta su lugar de procedencia. Frecuentemente se ha venido imponiendo la idea de su filiación germana, que son las más, manufacturadas por la casa Rosenthal en su mayoría; pero no descartamos el mundo más sensual de tradición francesa, como la adscrita a la casa Sèvres, modelo por demás, que no difiere del resto de las piezas que componen este apartado. Otro lo conformarán aquellas que participan de la moda femenina de los años veinte-treinta. Realizadas casi en su totalidad en porcelana policromada bajo cubierta o siguiendo la técnica mixta de porcelana combinada con biscuit, -aunque son las menos-, en los que los trajes de baño de una sola pieza, ceñidos al cuerpo y con cinturón, presagian la nueva estética del déco. Con este innovador vestuario se consiguió mostrar una silueta donde las curvas femeninas se perfilaban naturales. En este caso los modelos no suelen tener un tratamiento detallista y nos parecen algo toscos y poco elaborados. Peinadas á la garçonne o con gorros de baño no dejan de ser graciosas y entrañables. Muchas colocan las manos tras la nuca, postura que habrá que rastrear en las pícaras escenas propias de una Mae West. Factor que nos remite a la importancia del cine, la fotografía y las revistas como nuevas vías de comunicación. Influencia que artistas y artesanos supieron aprovechar para recrear un destacado panteón de diosas, divas de la danza, el teatro y el music hall. Indudablemente, en cuanto a la técnica, se constata que gracias al glaseado sobre cubierta su apariencia es más fría que sus antecesoras en biscuit.

      El prestigio de Mcknight Kauffer, dibujante de carteles y anuncios publicitarios, y la de muchos otros cartelistas que han quedado en el anonimato, ejerció un papel preponderante en la expansión de estos modelos estereotipados, que pueden encontrarse en muchos elementos decorativos de la Europa de los años veinte. Pero quien dejó una estela de bellas instantáneas, que parecen copias gestuales de nuestras bellezas de baño, fue el artista de origen báltico George Hoyningen-Huené. Consagrado a la fotografía desde 1928, se convirtió en pocos años en un prestigioso fotógrafo de modas, practicando igualmente el retrato femenino y de atletas.

      El gusto por los deportes acuáticos vendrá dado cuando se den los primeros pasos en la natación sincronizada; siendo Estados Unidos la pionera en desarrollar complicadas coreografías que, con el tiempo, se popularizaron de tal manera que terminaron por convertirse en mera atracción de feria. No obstante, filmes como Vírgenes Modernas (1928), de Harry Beaumont, también contribuyeron a la expansión del nuevo ideal, pleno de sensualidad y de cuerpos que se enorgullecían de mostrar su desnudez. Pero será en 1936 con las Olimpiadas de Berlín cuando, de la mano de Leni Riefensthal y sus bellísimos documentales cargados de fascista proclama, se llegue a la cúspide del culto a la belleza predeterminada, que ya venía impuesta, ingenuamente y sin tintes genocidas, desde hacía décadas por revistas como Vogue o la Gazzette du Bon Ton, o por ilustres representantes de la bohemia como la Mistinguett y la Wigman, o a los diseños de alta costura de la Vionnet. Esta modista francesa supo mantener un estilo propio e inconfundible desde su atelier, en funcionamiento desde 1910 a 1939, desplegando toda suerte de innovaciones como el corte de tela al sesgo, origen de la hechura entallada y flexible, permitiendo la liberación de la figura femenina al desechar los corsés y toda aquella prenda que limitara su movilidad. Otras figuras que no hay que desestimar fueron Georges Lepape, Maurice Dufrêne (1876-1955), creador del taller titular de los almacenes Galeries Lafayette y, sobre todos, Paul Poiret (1879-1944) y Coco Chanel (1883-1971).

      BRONCES VIENA En la época correspondiente al tardorromanticismo, Viena se encuentra en su momento de máximo esplendor. La clase media amasaba grandes fortunas, pretendiendo imitar el estilo de vida y el mobiliario de la nobleza. El pretendido lujo se adueñó de armarios, vitrinas y cómodas, que se vieron atestadas de utensilios ornamentales de singular procedencia, rivalizando con la pintura y la escultura tradicional. La necesidad de estatuillas, candelabros, floreros, guarniciones de reloj, platos y fuentes provocó tal demanda que los talleres de fundición en bronce dejaron de fabricar piezas únicas para ampararse en procesos de producción tipo pseudoindustrial, basados aún en los parámetros de la artesanía. Así, se pasó de la fundición a la cera perdida, más costosa y de difícil ejecución, al empleo de moldes de arena, procurando no acabar con el carácter artesano de la edición limitada.

      El auge de los trabajos en metal de la Viena finisecular siguió vigente hasta bien comenzada la década de los treinta del siglo XX. Los primeros modelos de bronces, creadas alrededor de 1840, resultaban a todas luces, algo bastos y simples. A lo largo de los años se fueron perfeccionando y no será hasta los años ochenta cuando se empiece a introducir en un ámbito comercial más amplio. Hacia 1900 ya existían en la capital ochenta manufacturas, las cuales se dedicaban, casi en exclusividad, a la producción de estas miniaturas de metal policromado. Pero la riqueza del propio material fue su carta de defunción. La Primera Guerra Mundial y más tarde la crisis del veintinueve causaron la desaparición de gran parte de los originales, que se destinaron a otros propósitos menos artísticos, como el de abastecer a la industria bélica.

      En el ínterin nació una verdadera moda basada en recopilar y regalar estos bronces vieneses. Algunos coleccionistas se especializaron en el acopio de miniaturas de animales salvajes, como leones, elefantes o camellos, guiados por la ensoñación de paraísos coloniales. Otros, menos exóticos, preferían los domésticos o de índole cinegético. El placer por la reproducción naturalista llevó a los modeladores a diseñarlos en actitudes humanizadas tomadas de la vida diaria. Por lo que no es extraño ver a un conejo escopeta al hombro, o grupos de gatos manejándose como panaderos. Disparatada escenografía, en la que los perros asumen el papel de acomodado burgués fumando en pipa o la de ratones en animada discusión alrededor de mesas de cafetería, y corrillos de mercado en las que se ofrecen salchichas y tocino a los cerdos.

      Todas estas figurillas eran tan diminutas que maquetas de pueblos enteros ocupaban vitrinas de cristal y armarios de dimensiones reducidas. Roedores minúsculos, -algunos no sobrepasan los dos centímetros-, se coloreaban con extrema delicadeza e, incluso, se les aplicaban bigotes confeccionados en alambre finísimo. La técnica llegó a ser tan depurada que el pelo del cuerpo y las facciones se decoraba con toques de pincel mediante el uso de lupas.

      La afición por los Bronces Viena se cimentó, con seguridad, en una característica que hay que buscar en la manera de manufacturarlos; ya que el comprador podía participar personalmente en la fundición, pidiendo a su antojo adecuar cualquier detalle entre el amplio surtido de moldes existentes.

      La fantasía de los compradores y demandantes no conoció límites y no es de extrañar que uno de los deseos más inconfesables del hombre también tuviera cabida en estos bronces, las representaciones eróticas. Hoy en día las más buscadas por museos y coleccionistas. De los cuales la Casa Lis posee tres piezas de desigual calidad. Al mismo tiempo, Viena estaba atrapada por una fiebre oriental que había sido encendida por las ensoñaciones de buena parte de los artistas contemporáneos, involucrando a todas las disciplinas, ya fuera la escultura, la arquitectura o la pintura. En relación a cuestiones técnicas, tanto éstas como las de temática oriental oscilaban entre un tamaño medio que iba desde los diez a los treinta centímetros; podían contener luminarias estratégicamente escondidas y mostraban figuras autómatas girando en alocado movimiento. No creamos que las representaciones eróticas sólo participaban de ese ensoñador exotismo. Los animales humanizados iban más allá de lo recomendado por el buen gusto al entretenerse con vehemencia en las alegrías de la carne. Esas escenas eran bastante más obscenas y explícitas, y se supone que estas representaciones pornográficas entre gatos, perros y sapos nunca deberían ver la luz fuera de las cámaras privadas. Lo anecdótico estriba en que hasta la mayor fundición de figuras, llamémoslas picantes, daba muestras de sentir una cierta vergüenza hacia su producción. De tal forma que la manufactura Bergmann no firmaba con su nombre, sino que recurría a la estratagema de invertir el orden de la grafía, ahora reconvertida en Namgreb.

      Sin carga erótica pero no menos interesantes y estimulantes resultan las representaciones de escenas basadas en el salvaje oeste. Sus dimensiones eran bastante más grandes que las de otras versiones. El mundo fantástico de James Fenimore Cooper está patente en toda esta colección, compuesta por jefes con pintura de guerra e impresionantes adornos de plumas, que se muestran cazando o combatiendo contra el hombre blanco, persiguiendo a manadas de búfalos o en danzas rituales. También en esta variante de los bronces se aprecia el interés por los detalles realistas y de rica policromía. Asombra la capacidad de los artistas por crear imágenes reales; en las que en las escenas de caza se atisba la necesidad por captar el dramatismo y la vitalidad de los personajes.

      Actualmente se han visto relegados al mercado de antigüedades, a los museos y a las colecciones privadas. Sin embargo, en el relato de su historia centenaria, no han perdido el encanto burlesco y ese carácter casi infantil. En los años treinta se mantuvo la tradición gracias a la empresa Hagensteiner, al acoplar los diseño a las nuevas tendencias vinculadas al neorealismo. Estilo que procuró pátinas oscuras, en las que el color marrón ganó terreno frente al rojo de los primeros tiempos; a la vez que las superficies, más pulidas, se marcaban muy estructuradas. Tampoco hay que olvidar que la Casa Bergmann aún continúa en activo reutilizando aquellos viejos moldes.

      En la época de mayor esplendor pervivía en la capital imperial más de ochenta empresas que se dedicaban a la fabricación de estos bronces. En su mayoría eran talleres artesanos, donde bajo un mismo techo se moldeaba, fundía, policromaba y efectuaba la venta. Por desgracia, desconocemos sus nombres, puesto que no se recurría a contrastes, sellos o firmas distintivas.

      Al margen de estos anónimos fundidores cohabitaban empresas de mayor calado industrial. Los más solicitados fueron, además de Bergmann, Rinósl y Stefan Buchinger, entre otros.

      Franz Bergmann fue el fundador de la fábrica con más reputación en toda Austria. Descendía del sector de la bisutería y sus comienzos fueron como ayudante de curtidor. Nació el 26 de septiembre de 1838 en Gablonz y llegando muy joven a Viena se estableció como aprendiz de Josef Ott, quien le aleccionó en los rudimentos del manejo del bronce. Llegó a poseer hasta cuatro grandes talleres, sobre los que en su fachada podía leerse: Franz Bergmann. Propietario de fábricas y realidades. 1838-1894.

      Su hijo mayor, profesional del bronce y experto cincelador, Franz Xavier Bergmann (1861-1936), siguió la senda marcada por el padre al hacerse cargo de la empresa. Bajo su atenta mirada se diseñaron los primeros bronces policromados de raigambre naturalista, para los que empleaba a pintores formados específicamente para ese menester y que sólo podían trabajar en exclusivo para la firma, como Thus de Punkersdorf y Thenn.

      Antes de 1918, la casa de exportación Reibestein & Co, era considera la empresa más grande de artículos decorativos en metal de su época, con sucursales en Budapest, San Petersburgo y Londres. Éstos se dedicaron no sólo a la comercialización mundial de los Bronces Viena, sino a la reproducción de objetos y esculturas, que encargaban a múltiples talleres de cincelado según diseños propios, para después distribuirlos en exclusividad. Por ejemplo, el encargado de exportación a Inglaterra y España fue Franz Koschatko, el abuelo de Üse Furhmann, la gran renovadora de los bronces artísticos, y al que se debe buena parte de la colección del Museo Art Nouveau-Art Déco de Salamanca.

      La historia de la empresa Bermann comienza en Viena con la manufacturación de piezas de chapa de fundición. Hacia 1850, Matthias Bermann da los primeros pasos en la fábrica de Hemals, cimentando la producción en las transformaciones metálicas. A las mencionadas planchas, por las cuales recibió diplomas de reconocimiento en la exposición mundial de 1873, se unieron pronto figuras de temática naturalista en bronce. Fritz Bermann recogerá el testigo ampliando la gama con objetos de estilo Art Déco y estampaciones de sellos. Él será quien dé su nombre a la empresa, tal como la conocemos hoy. Los primeros pasos los realizó en la escuela de artesanía de Viena. Estudios que le valdrán para asumir la gerencia de la empresa familiar en 1927. Lo más destacado de su trabajo se debe a la estrecha colaboración que supo mantener con diseñadores de renombre, a los que encargaba incontables modelos basados en propuestas que se alejan de los arquetipos del pasado, para derivar hacia otros de gran impacto estético, como las lámparas de fundición en bronce.

      Desde finales del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial se podía encontrar en los jardines zoológicos a ciertos personajes, un tanto bohemios, apostados delante de las jaulas durante horas, dando forma a figuras de animales partiendo de alambre y cera sobre pequeñas tablas de madera. En gran medida, eran artistas sin empleo que intentaban ganarse un dinero extra ofreciendo sus modellinos a los talleres. La plastilina era el material preferido por estos anónimos artistas o artesanos, que mezclaban ese material tan maleable con aditivos que aceleraban el secado, prestándole dureza. La forma bruta resultante se podía trabajar limando o cortando para perfeccionar los contornos. Este boceto era el que llegaba a manos del cincelador, quien se encargaba de dar los toques definitivos para crear posteriormente los vaciados. Ultimada la pieza, ésta se ajustaba a patrones preconcebidos. Por ejemplo, una orquesta de gatos compuesta por diez músicos tenía como nexo común haber nacido de una única matriz, que por medio del calentamiento, la torsión y el corte adquirían posturas de lo más variado.

      Sólo nos ha llegado un número muy reducido de los nombres de artistas y escultores que trabajaron en una disciplina más cercana a lo artesanal que a lo propiamente artístico. Muchos de los cuales se procuraban ingresos adicionales realizando modelos de figuras naturalistas que nunca firmaban; manteniendo el anonimato por cuestiones de prestigio. En cambio, aquellos que ya se habían fraguado un nombre en el ámbito de la escultura o el diseño, se permitieron el lujo de firmar sin importarles posibles críticas, entre los que se encuentran Karl Kauba, Bruno Zach, Rubin, Teresczúk, el Prof. Hammer, Santner o Tuch. En principio, a Karl Kauba se le debe el monopolio de representaciones de tipo indio americano, series que pronto contaron con cientos de imitadores.

      Kauba nace en Viena, donde asiste a la Academia de Bellas Artes bajo la supervisión del prestigioso profesor Laufenberg y en la que traba amistad con Gustav y Ernst Klimt. También le unió una íntima relación con Carl Geiger, artista al que se deben los mosaicos que flanquean las entradas del Burgtheater. Gracias a su afición por modelar indios y figuras inspiradas en la historia americana podemos disfrutar hoy de un número considerable de modelos de gran verismo. Su producción se relaciona con el realismo del siglo XIX y con una especie de amalgama neorrococó y estilo ecléctico muy elaborado.

      Con un total de setenta y nueve piezas se aprecia el interés que tuvo Ramos Andrade por las representaciones de animales al natural o en actitud humanizada, con un total de cuarenta y seis. De entre todas destaca la correspondiente a un saltamontes de bronce y alas de celuloide. Le sigue en importancia las escenas árabes y de inspiración exótica, con trece piezas; en las que los denominados Blackmoors montan dromedarios y bailarinas danzan con sensualidad o portan serpientes. Tres más se pueden incluir dentro del grupo denominado como eróticas, dos firmadas por Karl Kauba o atribuidas a su taller. En el apartado de indios americanos, de las dos figuras que lo componen sólo cabe destacar una, la fundida por la Casa Bergmann, que sobresale por calidad y belleza compositiva. El resto de la colección está formada por faunos, escenas infantiles y alegóricas. A la vez que una única pieza rubricada por Terésczuck, se identifica con parámetros de criselefantina, de pequeño formato y delicada factura. Franz Xavier Bergmann y Karl Kauba, con ocho y siete obras respectivamente, son los artistas mejor representados. Le siguen en importancia P. Arehin y Chotka. En la referencia a la contrastada con iniciales incisas S.T.B., podemos afirmar, sin temor a equivocamos, que corresponde a la manufactura de Stefan Buchinger.

      CARACTERES Compuesta por noventa y cinco piezas que tienen como característica más notoria su ejecución en biscuit, con una paleta cromática sobre cubierta muy determinada, en la que predominan: amarillos, rojo anaranjados, negros, grises, azul celeste y el tratamiento de las carnaciones.

      Indudablemente, nos encontramos ante una de las colecciones menos interesantes del conjunto, por su escaso o nulo valor artístico, pero que posee un mérito añadido, ya que representan los arquetipos de la sociedad de principios del siglo XX. Desde 1900 a los últimos años de la década de los treinta se puede ubicar cronológicamente esta miríada de bibelots trasmutados en palilleros, bandejitas de presentación, ceniceros, saleros o pimenteros, o simples figuras decorativas. Utensilios que fueron pasados por el tamiz de la crítica mordaz y la sátira sin pretensiones, heredada de las caricaturas de la prensa escrita y a la que pronto se aliaron los gags cómicos de la recién nacida industria del cine.

      Una sociedad que evolucionaba con pasos de gigante, dejaba a muchos de sus miembros con una sensación de desasosiego, cuando no de desamparo, a la que sólo podían censurar siguiendo vías de expresión alternativas. De esta manera los políticos, estrellas del celuloide, de la buena sociedad, magnates o mafiosos, cantantes o deportistas, no estaban excluidos de caer bajo el peso de la sátira cáustica y corrosiva. La génesis de los fascismos, el recuerdo de la Gran Guerra, el comunismo soviético, el gansterismo y la ley seca, los bailes de moda -con el tango como estrella indiscutible-, las salas de cinematógrafo, el compás de los nuevos ritmos musicales, la transgresión en la moda, las vanguardias artísticas, los avances de la ciencia, la aviación y el automovilismo, el París alocado, el Berlín de los cabarets, vienen a configurar la larga lista de motivos que dieron pie a que se representaran bajo el prisma de la detracción.

      En este marco, se explica el por qué no se firmaran las piezas, salvo en contadas ocasiones. No se registran ni las manufacturas ni los números de tirada. Sólo alguna cartela nos indica que la dispersión geográfica es muy amplia, pudiéndose constatar la presencia de piezas de origen francés, alemán -revestidos con tinte militarista prusiano-, norteamericano, español, italiano, inglés o austriaco. Sólo en casos muy destacados, como el de Louis Wain, con sus vasos de formas zoológicas ejecutadas entre los años 1910-1920 para la manufactura Amphora Ceramics, pueden revestir cierto interés. Su producción cerámica, marcada por las formas adoptadas del cubismo, a pesar de estar tratada con un estilo muy personal, también beben de los conceptos caricaturizados de los que hemos hecho referencia. Asimismo, podemos incluir en este apartado al minorista parisino Robj, mundialmente famoso por las conocidas botellas figurativas y otros objetos de decoración, para quien diseñó un buen número de artistas seducidos vagamente por los trazos cubistas.

      ESMALTES Configurada por treinta y seis piezas, a la que hemos añadido por afinidad técnica, el plafón firmado Morató del apartado de pintura. En conjunto, representa escasa entidad, sólo reseñable por la aparición de dos de los mejores esmaltadores del período Art Déco: Jules Sarlandie, con tres obras, y Camile Fauré con otras dos. El gran panel firmado por Modest Morató destaca no tanto por su originalidad sino por la habilidad técnica demostrada por este joyero barcelonés.

      La historia del esmalte ocupa un papel notorio dentro de las artes decorativas desde antiguo. Minoicos, fenicios, griegos, egipcios, romanos, persas, japoneses, chinos o bactrianos perfeccionaron la técnica del vidriado de la cerámica o el esmaltado sobre metal. Pero será en la Edad Media cuando llegue a cotas de esplendor con las escuelas de Limoges y Silos. Bizantinos, otonianos y carolingios, anglos o vikingos practicaron con mayor o menor fortuna un proceso que entrañaba indudables dificultades técnicas. Sin embargo, parece que su etimología deriva del término alemán Schmelzen, con el que se designaba al barniz vítreo que por medio de la fusión se adhiere a la porcelana, loza, metales y otras sustancias elaboradas. Los cuales se caracterizan por el procedimiento técnico en alveolados, traslúcidos y pintados.

      En todo caso, la historia del esmaltado estará indisolublemente unida al mundo de la joyería. En particular, en aquella que sigue los dictámenes del Art Nouveau. Movimiento que recupera la tradición renacentista italiana, alcanzando gran popularidad hacia 1900 en las sabias manos de André Fernand Thesmar, Georges Fouquet o Eugène Feuillâtre. Artistas que abandonan la tradición del uso como simple imitación de piedras preciosas, -sobre todo en las que se intentaba captar las calidades del ópalo-, para reconvertirlas casi en óleos con los que adquirían efectos de profundidad, sombreado, luminosidad o transparencia. Magistral amalgama que tuvo en Lalique a su mayor exponente. La apuesta por diseños inspirados en la naturaleza revolucionó el mercado de la orfebrería, al dotarlos de materiales inéditos hasta el momento y en los que los toques de esmaltado aportaban sensaciones táctiles y visuales inauditas.

      La formidable versatilidad del esmaltado hizo posible que se extendiera hacia otros campos, como la platería, objetos de arte y trabajos en metal. El excéntrico Carlo Bugatti participó de este nuevo lenguaje. En su etapa parisina, alrededor de 1904, diseñó para los talleres Hérbrard piezas en plata y vermeil con decoración de jabalíes, cocodrilos, avestruces, elefantes y libélulas.

      El cloisonné, plique-à-jour y el champlevé se apoderaron de las cubiertas de mil objetos siguiendo los dictámenes zoomorfos y botánicos, con especial interés hacia los esmaltados de tradición oriental, en la que los japoneses jugaron un papel trascendente. Un caso particular es el de Étienne Tourette, que insertaba pequeñas inclusiones, llamadas paillons, con objeto de resaltar los reflejos. En cambio, la orfebrería y platería inglesa se dejaron influir por las interpretaciones del mundo céltico. Imaginería de raigambre geometrizada, que pronto se vio invadida por cabujones de lapislázuli, ágata, turquesas, malaquitas, madreperla o adularias rodeados de refulgentes esmaltes opalinos. En esta dirección dominó la manufactura Liberty & Company, que bajo la denominación de Cymric y Tudric, diseña un amplio repertorio de objetos en plata y peltre, desde hueveras a platos y centros de mesa, hasta artículos suntuarios de mayor envergadura.

      Con la llegada de las nuevas propuestas del art déco, el esmalte seguía perviviendo, aunque se tuvo que plegar a los designios de un estilo que primaba las formas geométricas simples frente al naturalismo modernista. Complejas composiciones superpuestas de líneas cuadradas, circulares, rectangulares o triangulares se ajustaban compitiendo con los frisos decorativos mayas y aztecas, los jeroglíficos egipcios inspirados en la tumba de Tutankamón, las máscaras tribales provenientes de las colonias africanas o las fantasías de pagodas y cerezos en flor de extremo oriente. Los préstamos fueron de toda índole; así la India, Indochina, Persia o la abstracción cubista cohabitaban sin mayor discusión. Entre tanto, se aprecia cierta tendencia a combinar el esmalte con infinidad de gemas, lacas, coral, piedras semipreciosas, nácar o marcasitas en un complicado maridaje. Las modas cambiantes hicieron que se ajustaran a las necesidades de una sociedad en constante desarrollo. La incorporación de telas más ligeras o la desaparición de los corsés obligaron a la reconversión de los modelos heredados del modernismo. Otro tanto ocurrió con el peinado que, más desenfado e informal, no permitió la pervivencia de peinetas y complicados aderezos. Ahora triunfaban los accesorios en forma de pitillera, barra de labios, polveras, espejos, encendedores o bolsos firmados por Cartier, Van Cleef & Arpels, Oscar Herman & Bros., Paul Brandt, Raymond Templier, Mauboussin, Charlton, Lacloche Frères y Chaumet. Pero este aparatado coincide más con el dedicado a Joyas que con el referido a la colección de Esmaltes, desprovista de nombres de primer nombre, a excepción de los referidos Fauré y Sarlandie.

      HAGENAUER En este epígrafe se engloba toda una suerte de piezas, en total de cuarenta y dos, que se encuentran bajo el influjo de los diseñadores austríacos Karl y Franz Hagenauer o firmadas por otros famosos creadores de la talla de Tiffany, Eissenloefel, etc. Los Hagenauer fueron unos polifacéticos artistas, cuyos comienzos habrá que buscarlos en la fundición de los Bronces Viena de la manufactura familiar, fundada por su padre, Carl Hagenauer, en 1898. En primera instancia la compañía satisfacía la demanda de miniaturas, para pasar con rapidez, hacia la producción variopinta dominada por los presupuestos de estilo del Jugendstil y la Wiener Werkstätte. Bajo este predominio formativo destacaron los diseños de Josef Hoffmann y Otto Prutscher de hacia 1909/1915 o los modelos de mobiliario ideados por Julius Jirasek a partir de 1927 y servicios de carácter doméstico, entre los que sobresalen una gran variedad de artículos confeccionados en metal -latón, cobre, zinc, alpaca- y madera, que inundaron el mercado alemán y norteamericano con notable éxito. Su época de apogeo se sitúa entre las décadas de los veinte treinta, donde apuestan por una reducción radical de los contornos. Tendencia que varió a favor de la representación algo más formal y conservadora hacia los primeros años de la década de los cuarenta.

      La decadencia finisecular que se venía perpetuando en el mundo de la escultura llevó a que muchos artistas se decantaran por el uso de materiales menos nobles, como la piedra, la escayola, terracota, madera, amalgamas de diversa composición o metales inusuales, como el aluminio o el acero. Además, la falta de conexión con el público llevó a que la escultura de vanguardia quedara relegada a un grupo selecto de coleccionistas y connaisseurs. A medio camino había que añadir la producción de la Manufactura Hagenauer, pues se debatía entre seriación de las ediciones propias de la escultura comercial, pero participando de los objetivos del diseño de vanguardia.

      Franz Hagenauer (1906-1986), a pesar de ser el más longevo de la saga, no cuenta con una bibliografía extensa. De facto, su biografía se reduce a pequeños retazos, muy deshilvanados, que aparecen aportando apenas unos datos puramente anecdóticos, como el que lo sitúa estudiando junto a Franz Cizek en la Escuela de Bellas Artes de Viena o la que hace referencia a la toma de decisiones tras el fallecimiento de su hermano Karl en 1956. No obstante, siguiendo el proceso de ejecución de su obra se colige claramente el interés que sintió hacia los presupuestos estilísticos de Brancusi y la predilección hacia la metalurgia. Material que fundía en moldes pero que, a su vez, eran personalizados; como ocurre con los cabellos incisos y las bocas de perfil circular rehundidos a punzón, que le añaden reminiscencias prestadas de la corriente austriaca. Bajo su dirección, la empresa familiar produjo las obras más radicales, cargadas de una modernidad que no dejó indiferente a un público ávido de nuevos retos. Esta fama contribuyó a la prosperidad de la manufactura, que aunque independiente de la Wiener Werktätte, se apropia de la marca, punzando muchas de sus obras con las siglas incisas “WHW”, rodeadas por un círculo desde 1927 en adelante. Sus piezas, sobre todo los bustos femeninos o figurillas decorativas de latón batido o estaño pulido fueron muy solicitadas por la evocación que efectuaba sobre elementos apropiados de tendencia cubista. Entre tanto, de la importancia que adquirió en el mercado internacional queda hoy constancia en las numerosas casas de subastas y tiendas de antigüedades norteamericanas que ofertan un amplio surtido de sus creaciones, trasmutadas en cubitera de hielo, cafeteras, servicios de té, pequeños espejos de tocador, esculturas de caballos, bustos de féminas africanas... La gran mayoría fabricados en cobre amarillo bruñido y madera, y, excepcionalmente, en bronce. Por regla general se encuentran firmadas en base: Hagenauer Wien/WHW/Made in Austria/Handmade. De todos modos, hay que tener mucho cuidado con las atribuciones, porque son susceptibles de llevarnos a cometer errores de asignación entre los dos hermanos. Por lo que hemos podido deducir, Karl solía rubricar KARL/Werkstätten.

      Karl (1898-1956) se dejó seducir por los estilemas Art Déco, factor que le dio notable popularidad en Estados Unidos al practicar un diseño destinado al uso cotidiano atractivo y funcional. Pero, en gran medida, la introducción en el mercado americano se debió a la labor de marketing elaborada por la galerista Rena Rosenthal durante la década de los treinta. Los objetos que llegaban a su sala de arte neoyorkina se pueden rastrear con facilidad, pues aparecen contrastados con el sello de la manufactura y la marca RENA. En todo caso, la definición hacia el déco se debe a que toma las riendas de los talleres tras el fallecimiento de su padre, acaecido en 1928. Año en que se publica el primer catálogo con la patente wHw y en el que este movimiento artístico se encuentra en la cúspide de las artes decorativas La experiencia de Karl se debe, en gran medida, a la preparación adquirida en la Escuela de Bellas Artes de Viena; donde compartió aula con Josef Hoffmann y Oskar Strnad. Aunque el factor que contribuye a crear su espíritu artístico habrá que buscarlo en la sólida formación como arquitecto y en la pronta incorporación a la gerencia de los negocios familiares desde 1919. Momento en el que se propicia el ingreso de aprendices y artistas asociados como el mencionado arquitecto vienés Julius Jirasek (1896-1965) o el especialista en trabajos de metal Richard Rohac (1906-1956).

      A principios de los años treinta se produce un incremento de los ideales clásicos que, como bien apunta Maenz, parece entrar en contradicción “con la sofisticada técnica de los países industrializados” (sic). A la postre, esa definición se traduce en una hermética y tecnificada perfección que llevó a muchos artistas a adoptar posturas extremas. En ese apartado podemos incluir a los hermanos Hagenauer, usuarios de una estilización desmesurada que entronca con el mundo arcaico, casi prehistórico, en el que las sinuosas y marcadas líneas ejercen un lenguaje visual potente. Desgraciadamente, también habrá que achacarles el excesivo empeño por propiciar una producción artesanal demasiado centrada en objetos puramente decorativos, carentes de toda pretensión. Propuesta que les relegó a un segundo plano en los estudios que sobre el art déco se vienen produciendo desde la década de los setenta del pasado siglo. Circunstancia que ha propiciado que hasta fechas recientes, con la publicación en 2011 del monográfico Hagenauer, Wiener Moderne und neue sachlichkeit, de Olga Kronsteiner, no existiera bibliografía de referencia que facilitara el acercamiento a esta saga de diseñadores y empresarios, de los que la colección en estudio conserva notables ejemplos, como la Máscara africana o la figura de Jósephine Baker.

      JOYAS El compendio estructurado como Joyas encierra una relación de noventa y cuatro piezas de diferente factura, estilo, época y procedencia. Dispersión temática que ha propiciado una exposición en la que se articulan seis grandes grupos, en los que destacan las obras propiamente modernistas, art déco y retro, junto a otros de carácter Belle Époque, Isabelino o victoriano. A las que habría que añadir las de marcado sabor popular; éstos últimos, propios de una sistematización etnográfica.

      A grandes rasgos son muy pocas las piezas que posean un verdadero valor histórico, artístico, técnico o gemológico. Observándose carencias notables en el ámbito que estructura los fondos del Museo Art Nouveau - Art déco.

      Una vez más, la joyería francesa será la encargada de dar las pautas de estilo. A grosso modo, ésta se debatirá entre la producción de alta joallerie y la bijouterie, menos adocenada y más atrevida en el diseño. En todo caso, la primera basará sus presupuestos en modelos de marcado carácter historicista, donde prima los cánones atribuibles a las culturas antiguas, -tanto etruscas como cretenses o celtas-, para luego derivar hacia lo plenamente renacentista o las consabidas reinterpretaciones de los luises. En este período se aprecia la falta de criterios modernos y novedosos hasta que, con la Exposición Universal de 1889, se comience a vislumbrar nuevos vocabularios. En buena medida, se atribuye a los hermanos Falize ese cambio de rumbo gracias a las composiciones de espectro cromático variado y del empleo de materiales inusuales, en clara consonancia con otras disciplinas afines a las artes aplicadas, como el cristal, la cerámica o la metalistería. Pero habrá que esperar a 1900 para que se produzca una especie de hecatombe naturalista, fiel reflejo de lo que ocurría en los Salones de París, de la mano de René Lalique. El sentimiento panteísta propio del Art Nouveau supuso que una miríada de insectos, perfiles femeninos de engarzadas melenas y flora de todo tipo y condición se apoderara de las monturas en pavé; donde el diamante, los esmaltes y las perlas ocuparon un lugar de honor frente a corales, sardónices, marfiles, topacios, carey, ópalos y amatistas listos para ser montados sobre hechuras de nenúfares, lirios u orquídeas.

      Tampoco podemos afirmar que el apartado dedicado a la joyería Art Déco sea de primera magnitud. No encontraremos piezas de Van Cleef & Arpels, ni Cartier, ni de Raymond Templier, Paul Brandt o Gérard Sandoz, por citar a unos pocos de los muchos que satisficieron con sus diseños el epítome del lujo. Allí donde se hizo el amo el diamante talla baguette, junto a piedras de contraste como el jade, la cornalina, el ónice, el coral, las turmalinas, la madreperla, el cuarzo citrino, los ópalos, etc. La geometría se apoderaba de los perfiles de las monturas y después del desastre del 29 las joyas se convirtieron en objetos ambivalentes que se podían desmontar para crear un broche, un clip para el pelo o un frente de cinturón. Las perlas, de infinitas hileras, corrían por espaldas y bustos; los brazaletes tenían algo de egipcio, gracias a los descubrimientos de Howard Carter y Lord Carnavon (1922); las sortijas tendían a ser macizas, formadas por una piedra única central, rodeada de diamantes pavé, cabujones o piedras semipreciosas. Pero sobre todo, la joyería Art Déco se inspiró en la pintura cubista y constructivista. De ella heredó la división de los planos en bandas geométricas lisas y superpuestas. Los detalles superfluos quedaron relegados para los objetos suntuosos de las grandes firmas y se popularizó un prototipo de joya cercana a los ideales de Marinetti o al grupo holandés De Stijl. También lo tribal disfrutó de su momento de gloria. Las influencias exóticas de las colonias francesas, belgas e inglesas pusieron a disposición de los creadores todo el repertorio de temas y materiales hasta ahora insólitos. La gama cromática se amplió con piedras provenientes de Birmania, Java, Brasil, Irán... Mas el marfil llegó a ser tan abundante que pasó a ser un material de segunda categoría. Precisamente de este material es un broche de montura en plata y óvalo central, que nos atrevemos a afirmar obra de Jaume Mercadé i Queralt (1887-1967), que adoptó en la década de los veinte las superficies martilleadas de Jensen, con motivos de tipo secesionista, de aristas vivas, planos escalonados y triangulares. Pero lo que nos llevó a pensar en una posible atribución estriba en que presenta el color franco de la plata, sin pulimento, como tanto gustaba al maestro catalán.

      En todo caso, la descripción del repertorio contrastado por Fabergé es el que marca la auténtica identidad de este capítulo. La lupa, en esmalte guilloché, con los retratos de los zares, posiblemente de 1905, y el abrecartas de inspiración oriental, en nefrita, oro, platino y rubís en cabujón, nos remite a modelos posteriores a 1917. Otro tanto ocurre con la el broche con hechura en forma de libélula, hasta el momento atribuida a Lalique, pero que por la aparición de contrastes podemos certificar de Georges Auger, otro de los grandes joyeros de la Belle Époque.

      MOBILIARIO Y PIEZAS DE MARQUETERÍA Pocas piezas componen este apartado dentro de la exposición que hoy se exhibe en la sala de las columnas de la Casa Lis. Si bien no destaca por un número excesivo, no sobrepasa de las doce, ni por una calidad extrema, cabe tener en cuenta que en ella tiene representación algunos de los nombres más afamados del arte de la decoración. En este corto listado de personalidades despuntan sobremanera las figuras de los catalanes Gaspar Homar i Mezquida y Joan Busquets i Jané. A Gaspar Homar (1870-1955) le corresponde un aparador, el conjunto de seis sillas de comedor y sofá rinconera de reciente adquisición. Éste no proviene directamente del legado Ramos Andrade y confirma la necesidad del museo de ampliar sus fondos, con la intención de solventar las deficiencias que se pueden apreciar en esta sección, como ha ocurrido en fechas tempranas con la entrada de la mesa de despacho firmada por J. Busquets (1874-1949), incrementando, aún de manera insuficiente, la serie de ebanistas, diseñadores o ensambladores españoles que trabajaron adscritos al movimiento modernista.

      Les sigue en importancia Emile Gallé (1846-1904), con una mesa de servicio y bandeja octogonal de marquetería. La vitrina que hasta este momento se le atribuía, -pues así aparece catalogada en las actas de entrada de la primera donación-, carece de bases sólidas que confirmen esa supuesta filiación. De Louis Majorelle (1859-1916) contamos con uno de sus característicos guéridon de doble tablero y el mueble aparador con frente de cuentas de cristal, supuestamente de su taller, que no participa de ninguna de las características que definen a este diseñador, pero que también aparece como de su mano en la primera catalogación efectuada por el museo en 1995.

      Sin una adscripción propia se hallan el par de columnas, la mesa de comedor con tapa de cristal fumé y, finalmente, el reloj de pared.

      En conjunto participan de las características formales del más puro estilo Art Nouveau; concretamente de la influyente Escuela de Nancy. A excepción de la mesa de comedor, de la que anteriormente hacíamos mención, por ser uno de esos casos en que la impronta del Arts and Crafts le imprime un sello distintivo; aunque nos movamos en una cronología paralela.

      Todos aquellos que se han acercado al estudio de las artes aplicadas modernistas o Art-Déco han llegado a la conclusión de que no podemos hablar de esta disciplina sin hacer mención al debate que supone “integrar el arte en la vida cotidiana”. Teoría que durante las últimas décadas del siglo XIX recorrió toda Europa. La conjunción de las labores artesanales y de la producción en serie confirma el deseo de solventar las atrocidades que la sociedad industrial salvaje había producido hasta el momento. En buena medida, la teorización de los nuevos postulados de producción, diseño y comercialización tendríamos que buscarlos en las formulaciones prácticas de William Morris (1834-1896) y John Ruskin (1819-1900). Desde Inglaterra los denominados “obreros del arte” conforman el primer núcleo artístico que va más allá de los meros presupuestos de estilo para impregnarse de connotaciones sociales, muy ligadas al socialismo utópico . Estas apreciaciones, no exentas de romántico lirismo literario, son las que cimentarán grupos de la talla del Arts and Crafts Movement, la Century Guild (1882), The Art Worker Guild (1883) o la Guild of Handicrafts (1888). De igual modo, en Francia se comporta la Escuela de Nancy, liderada por Emile Gallé; y las escuelas de artes y oficios en Cataluña, imbuidas por el espíritu de la Renaixença; en Austria la Sezession; en Alemania la Colonia de Darmstadt, y así en un largo etcétera de ciudades europeas y norteamericanas, que no dudan en incorporarse al lenguaje formal que recupera las tradiciones artesanales locales.

      A cada uno de estos movimientos le corresponderá su paralelo literario, recopilado en revistas de amplia divulgación, que tratarán de retransmitir el sentir de los proyectos más novedosos. Ágiles plumas y expertos grabadores se encargarán de difundirlos, ya sea desde la Ver Sacrum de la Sezession vienesa, el Art et Decoration parisino, al The Studio londinense o, en el caso español, en la publicación Joventut, en torno a la corriente catalana. A lo que habría que añadir la expansión de los métodos de transporte que experimentó el continente con respecto a sus áreas de influencia. Muchos creadores tuvieron la oportunidad de acercarse personalmente, con el afán de impregnarse del espíritu estético, a aquellos países de ensueño. En el caso español, y en el del mueble que nos atañe, habrá que esperar a la figura de Gaspar Homar (1870-1955) para que se haga realidad la necesidad de todo artífice por elegir la materia prima allí donde se origine. De sus viajes por África le vendrá la afición por las maderas exóticas; allí educará el gusto hacia otras tendencias, que más tarde serían torneadas bajo el influjo de lo aprendido en Europa.

      En esta época grandes empresas comerciales se especializaron en la importación de toda clase de materiales lígneos. En nuestro país la Casa Tayá fue la más prestigiosa, aunque no la única. A ellas se debe la natural presencia de especies tan diversas en origen, color, textura, durabilidad, densidad, grado de complejidad en la talla..., como las que describen al satí, el ojo de perdiz, la manzonia, la magnolia, el wengué, el sicómoro, el maple, el doradillo, la raíz de tuya, la peroba, el citrón rizado, el amboé, el damajagua, el jacarandá... Nombres insólitos de bella pronunciación que eclipsaron al tradicional pino, abeto o roble; pero que, al fin y al cabo, siguieron siendo la base sobre la que montar los contrachapados de lujo.

      PORCELANA Y CERÁMICAS Pocas son las manufacturas de prestigio dentro de esta apartado que puedan adscribirse a los movimientos Art Nouveau y Art Déco. De entre las alrededor de sesenta piezas que hoy se exponen en diferentes salas de la Casa Lis, trece se insertan en el período modernista, unas treinta y cuatro son claramente de filiación Déco y un número que no supera las trece se debaten entre la estética déco academicista o de carácter costumbrista o, en su defecto, corresponden a la corriente Noucentista. De todas formas éstas últimas se pueden incluir, en gran medida, dentro del período cronológico correspondiente a la corriente del Nouveau finisecular y el Déco equilibrado de los años treinta.

      En conjunto predomina la variedad de técnicas, que abarca desde las cerámicas vidriadas , porcelanas de pasta blanda y dura , gres y terracotas o los codiciados biscuits.

      Como muy bien ha reseñado Alastair Duncan en su último estudio sobre el Art Nouveau, no se puede equiparar la cerámica a las cotas que otras disciplinas de las artes aplicadas llegaron a alcanzar, no por otra razón que la de carecer de figuras individuales, a modo de un Lalique para la joyería o Gallé para el vidrio, que revolucionaran el sector. Si a ello le añadimos que la materia prima carece de los atractivos y el impacto visual de la plata o el cristal y que sólo ésta puede ser admirada por un espectador “connaisseur” que reconozca la dificultad de la maleabilidad, decoración y vidriado de los mismos, tenemos todos los ingredientes indispensables para que haya sido injustificadamente relegada a segundo plano en el espectro de las arte decorativas.

      La inspiración sobre modelos orientales supuso la revitalización de técnicas, modelos y texturas en una Europa que veía en el gres todo género de posibilidades expresivas, que iban desde los tipos de acabado, los esmaltados fríos de gran delicadeza o a la porosidad de las cubiertas. La ciencia, una vez más, se unió al trabajo artesanal, promoviendo la aparición del científico-artista-artesano, que vino a estar ejemplificado por las figuras de Dresser en Inglaterra, y las de Grasset y el profesor de física Alexandre Bigot, ambas en el ámbito francés.

      Una vez más será Francia la que lidere el sector de la cerámica, influenciada, indudablemente, por otras disciplinas como el vidrio, la forja o la joyería, las cuales poseían un mayor peso específico dentro de la producción modernista. A los maestros ceramistas se les denominaron “groupe des arts du feu” (grupo de las artes del fuego) y a ellos se les debe los secretos más conspicuos que hicieron famosos a sus talleres. Chaplet, cuando dirigía el atelier Haviland redescubrió la técnica china de esmaltado sobre gres denominado por los franceses “sang de boeuf” (sangre de buey); Adrien Pierre Dalpayrat inventó un esmaltado similar centrándose en composiciones con base de bronce, conocido como “rojo Dalpayrat”; a Edmond Lechenal se le atribuye la creación del “émaille mat velouté” (esmalte mate velado), en el cual el fondo vítreo recibe mediante ácidos texturas aterciopeladas. A esta somera lista de creadores abría que añadir a Jean Carriès, propulsor de los émaux-mattes, de cálidas tonalidades y suaves sensaciones táctiles.

      Por demás, las características de las manufacturas de cerámica Art Nouveau participan de las mismas referencias que con las ya descritas en otros apartados de este estudio: regreso a las formas naturalistas, profunda sensación de vitalidad técnica y formal, influencia de modelos orientales o la dulce feminidad estética, valores que promulgan la impronta de un estilo que seguirá marcado por la diatriba de encontrarse entre las disquisiciones de lo artesanal y de la producción en serie.

      Por desgracia, la gran mayoría de las piezas que describimos en este estudio se encuentran en ese amplio grupo de producción seriada que resta interés para el estudioso, aunque suponga un vestigio de primer orden, pues ejemplifica un período, además de cualidades técnicas y artísticas bien determinadas.

      ESCULTURA CRISELEFANTINA Si la escultura criselefantina hunde sus raíces en la antigüedad clásica, con destellos puntuales en las culturas bizantinas, otonianas o carolingias, la técnica fue desapareciendo paulatinamente hasta que a finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, gracias a los descubrimientos arqueológicos, los escultores contemporáneos miraran hacia el remoto pasado reproduciendo muchos de aquellos modelos. Kenneth D. S. Lapatin recoge numerosas referencias al respecto en su estudio Chryselephantine Statuary in the Ancient Mediterranean World. Lo que denota el gusto e interés por la adquisición de antigüedades clásicas. Pero fue, sin duda, Achille Collas quien facilitara la labor de esos artistas al inventar una especie de reproductor. Artilugio mecánico que copiaba cualquier obra a menor escala; popularizando de este modo la escultura decorativa, y transformando la industria del bronce desde la “Société Collas et Barbedienne”. A este suceso habrá que sopesar la importancia que durante el período de administración del Congo por Leopoldo II de Bélgica, entre 1885 y 1908, supuso la saturación del mercado europeo del marfil. La sobreexplotación de los recursos de la colonia, en condiciones de esclavitud, abarató los costes de exportación de tal forma que se convirtió en un artículo más asequible que el propio bronce. El resultado de esta política desmesurada pronto tuvo su respuesta en la Exposición Internacional de Antwerp de 1894 , en cuya sección de trabajos coloniales se exhibieron toda una panoplia de objetos hechos con ese material.

      Ya en la década de los veinte la escultura monumental estaba comenzando su lento declive en pos de creaciones preocupadas más por los efectos decorativos y la fantasía que a la seriedad de las propuestas promovidas por los organismos estatales. Alberto Shayo nos habla de la implicación de muchos de los escultores del momento en esa supuesta renovación estética, basada en parámetros Art Nouveau, entre los que se encuentran Joé Descomps y Maurice Guiraud-Rivière. Con el tiempo, ya en pleno Art Déco, se unirán a Chiparus nombres tan importantes como los de Marcel Bouraine, Edouard Marcel Sandoz, Pierre le Faguays y Claire Colinet, por citar unos pocos, que se caracterizaron por satisfacer a una burguesía deseosa de elementos decorativos alegres y de temática banal. Nombres que se encuentran magníficamente representados en la mayor muestra de esta índole a nivel internacional debida al celo coleccionista de Ramos Andrade.

      La importancia de estas figurillas traspasó el ámbito de la escultura y no son escasos los relatos y poemas partícipes del discurso literario propios del simbolismo y el modernismo. Como William Butler Yeats , que recurre en abarrocado despliegue de medios, al mundo babilónico en los versos que titula Wisdom. Sin embargo, será en la pluma del poeta modernista grancanario Tomás Morales (1884-1921) donde se aprecie dos de las características del foco irradiado por Rubén Darío, el helenismo y, sobremanera, el erotismo. En un magnífico ensayo publicado por Eugenio Padorno, “Algunas observaciones textológicas sobre Criselefantina, poema de Tomás Morales”, se cita a Roland Barthes en estos términos: “…el poema es una relación más que sensual entre el poeta y la materia verbal, y a ese contacto parece poner fin la convulsión de un espasmo...” (sic). Criselefantina se incluye en Poemas de la Gloria, del Amor y del Mar (1908).

      La falta de encargos de escultura conmemorativa, antaño promovida por el Estado y el incesante laicismo de la sociedad europea, obligó a que los artistas se decantaran por otras vías de expresión más de acorde con las modas y los requerimientos estéticos de la burguesía emergente. En este ámbito, las tendencias Art Déco, como bien señala Alastair Duncan, persiguen dos tendencias bien diferenciadas: el de las figuras comerciales decorativas con destino el mercado doméstico, seriadas y promovidas por editores y fundiciones artísticas; y las que fueron diseñadas siguiendo parámetros de vanguardia, únicas o de tirada limitada, que se sitúan entre las bellas artes y las aplicadas. Sin embargo, existe una excepción reseñable, que no es otra que la que depende de los programas ornamentales de la arquitectura déco, sobremanera en la escuela americana.

      Singularidades a parte, en esa clase de escultura comercial debe incluirse la producción de criselefantinas, que por participar de características formales y tipología tan concretas eran distribuidos por empresas de joyería y grandes almacenes que por galerías de arte. El preciosismo del tratamiento de la talla del marfil y de la fundición en bronce, ya fuera esmaltado o en pátinas de amplio registro, propició su rápida aceptación por el público.

      La amplia difusión de los modelos criselefantinos durante el Art Déco va más allá de la saturación del mercado de marfil, pues se vio la necesidad de dar salida a todo ese material en forma de bibelot aderezado con bronce, plata o extravagantes monturas realizadas con los componentes más insospechados. Sin embargo, otra causa habrá que buscarla en los descubrimientos arqueológicos que se produjeron en Grecia durante buena parte del siglo XIX y que sacaron a la luz un número reducido, pero inédito, de piezas que impactaron a propios y extraños. Hallazgos que, precisamente, fueron realizados por arqueólogos alemanes y franceses. Fenómeno que comenzó en Delfos desde 1840 con las excavaciones de Karl Otfried Müller y las posteriores a 1881 de la Escuela Francesa de Arqueología de Atenas, al mando de Téophile Homolle. Por lo que no es de extrañar que las dos corrientes de escultura criselefantina se encuentren en París y Berlín. Entre tanto, la francesa prefirió temas basados en la moda y la danza, mientras que la alemana derivó hacia planteamientos de inspiración clásica y el deporte. En todo caso, el mundo del cine, la fotografía, el cabaret o la música contemporánea encontraron acomodo en toda clase de figuraciones femeninas, pudiéndose rastrear los personajes, que iban desde las primeras estrellas de los Ballets Rusos a trapecistas, o a las Dolly Sister; como así las retrató el que es considerado como el mayor precursor de estas imágenes prototipo de la sociedad de su tiempo, Demêtre Chiparus.

      Chiparus, al igual que la mayoría de los escultores contemporáneos, mostró cierta predisposición hacia los esquemas tomados de oriente y de las ricas vestimentas diseñadas por Léon Bakst y Paul Poiret. La elegancia de las composiciones y la calidad del bronce, casi de orfebre, de un detallismo sin parangón, muestra la predilección por un mesurado estilo art déco alejado de las fracturas geométricas de otros diseñadores. Estilo que lo sitúa como representante de la vertiente más naturalista y clásica; a la que se adscribieron escultores como la belga, Claire Colinet, o el alemán, Ferdinand Preiss. En cambio, los que adoptan soluciones más atrevidas, prefieren líneas simplificadas, muy pulidas y sintéticas, como Pierre Le Faguays o Alexander Kéléty. Las diferencias entre unos y otros vuelven a manifestarse cuando comprobamos que los franceses prefieren centrarse en la elaboración de los bronces, frente a los alemanes y austriacos, que lo hicieron en la talla del marfil.

      Muchas veces tendemos a creer que estas piezas eran únicas o de series limitadas, cuando en verdad se reproducían en cadena en los talleres de las editoras como Le Verrier, Etling o Goldscheider, proporcionando variaciones de formato, bases y esmaltados a expensas del mercado. Este proceso de elaboración comenzaba modelando las figuras en plastilina, prestando gran atención a los detalles. Sobre esta base se realizaban los vaciados, tanto para el trabajo de eboraria como para los de bronce.

      CRISTAL ART NOUVEAU Y ART DÉCO La manufactura del vidrio experimentó en Francia un inusitado auge durante el último cuarto del siglo XIX. Este avance técnico y artístico pudo verse en la exposición “La Pierre, Le Bois, La Terre et Le Verre” , celebrada en París en 1884. Muestra en la que los jaspeados, craquelados y los distintos tratamientos con ácidos y óxidos metálicos dejaron atónitos tanto al público como a los críticos, que vieron resurgir procesos ancestrales casi olvidados, junto a nuevos métodos químicos.

      Si bien es cierto que buena parte de este cambio se debió a Eugène Michel y Eugène Rousseau, que desde Lunéville y París se esforzaron por revitalizar la industria artesanal del vidrio, será Émile Gallé quien, de manera definitiva, revolucione el proceso de producción y el lenguaje plástico. Vocabulario que se enriquecerá con las aportaciones botánicas, el virtuosismo técnico y, sobremanera, el de añadir a cada objeto un deseo simbolista de expresión.

      El impacto que produjo la obra de Gallé pronto se tradujo a todo el movimiento Nouveau, que se apropia de los estilemas basados en la interpretación de la naturaleza no como copia sino como vehículo en el que depositar el nuevo ideario estético.

      Los vidrios incoloros o monocromos, esmaltados sobre cubierta o pintados en dorado quedaron en el olvido en favor de masas vítreas que parecían derretirse bañadas por mil tonalidades, en las que se adoptaron complejas técnicas con marquetería, intercalaire (decoración entre capas) o grabados a la muela. En todo caso, la pieza a diseñar se convirtió en un lienzo sobre el que desarrollar la imaginación.

      El impulso dado por Gallé desde Nancy creó la plataforma ideal para que otros artesanos y firmas se asentaran en sus proximidades. Como así ocurrió con la de los hermanos Daum, que inauguró taller en 1892. El volumen de trabajo se incrementó considerablemente, lo que propició el abaratamiento de los costes, pero no a expensas de la calidad, sino de la mejora de la productividad. Los Frères Daum crearon un catálogo extenso, en el que destacaron las lámparas montadas con los armazones diseñados por Louis Majorelle.

      Fuera del ámbito geográfico de Nancy, encontraremos a los también hermanos Müller (Lunéville), fundadores de la S.A. des Grandes Verréries de Croismare. En la que desarrollaron gran parte de la producción partiendo de técnicas propias, como la fluograbación. En cuanto a la pâte-de-verre, que había sido recuperada hacia la década de los ochenta noventa del XIX por Henri Cros, François-Émile Décorchemont y Georges Despret, permitió trabajos en alto y bajo relieve de gran riqueza plástica que inspiraron a otros jóvenes intérpretes; los cuales ajustaron el estilo hacia propuestas de mayor calado ornamental y expresivo. Línea que seguirán Gabriel Argy-Rousseau, Jules-Paul Brateau, Albert-Louis Dammouse, Henri Bergé y el colorista Alméric Walter.

      Si bien es cierto que Francia seguía siendo el baluarte del movimiento modernista, y Nancy su cuartel principal, otros países se incorporaron con prontitud a los dictámenes del naturalismo promovido por ese estilo. En primera instancia, fue Bohemia la que mejor asimile aquellos presupuestos de mano de los talleres de Loetz Witwe, produciendo de manera industrial cristalerías artísticas de gran calidad y pátinas iridiscentes, en competencia con los modelos diseñados por Tiffany en Estados Unidos. Entre los competidores de Johan Loetz se encontraban las firmas Pallme-König & Habel, Wilhelm Kralik Sohn y la Gräflich Harraschsche , asegurándose un mercado local e internacional a expensas de la imitación de los estilemas de Loetz. Que no eran otros que el uso de formas asimétricas, en elegantes combinaciones cromáticas sobre las que en las piezas de mayor calado se difuminan en superficie los acabados galvanoplásticos plateados. Pero el sello distintivo vendrá dado por las aplicaciones de asas torneadas que, a capricho, se doblan por el cuerpo de los jarrones, intentando trepar como ramas de un árbol. No obstante, esta línea sinuosa no duró en el tiempo, hacia 1900/1910, la gran mayoría de las fábricas volvieron a los modelos heredados de la tradición local, quedando aquellas piezas como objetos debidos a las excentricidades propias de una moda pasajera.

      Situación que no parece repetirse en Estados Unidos, donde Louis Comfort Tiffany monopolizó el mercado con toda clase de objetos, y en especial, con el diseño de lámparas, que son hoy objeto de culto. Al igual que Gallé, Tiffany se procuró de artesanos y diseñadores cualificados; además de mostrar una predisposición hacia la constante experimentación en cuanto al uso de técnicas y materiales. En ese pulso por ir más allá resulta la serie Favrile, en la que se combinaban hasta siete colores distintos que, vertidos al mismo tiempo, participaban de superficies jaspeadas de ricos contrastes lumínicos. Lustre que se conseguía gracias a que en el proceso de calentamiento se rociaban las superficies con vapores atomizados con soluciones metálicas.

      Hay que tener en cuenta que este paréntesis barroquizante del Art Nouveau duró apenas veinte años; en plena Belle Époque el retorno a las pautas de estilo heredadas del Imperio o los luises acabaron con aquel naturalismo de raíz pseudopanteísta. En el cambio del siglo se pudo apreciar el cansancio que producían las excesivas referencias fitomorfas o zoológicas. Temas que no desaparecieron, sino que se reconvertían bajo parámetros algo más estilizados y geométricos; presagio de nuevas corrientes…, el futuro Art Déco.

      Finalizada la Primera Guerra Mundial, la sociedad civil necesitaba de cambios radicales. La falta de medios tanto humanos como materiales, preconizaba un futuro incierto pero alentador. En ese proceso vital, el cristal también se adecuó a nuevas tendencias y funciones. Alastair Duncan apunta que “…se fue haciendo cada vez mayor la distancia entre el cristal como medio de expresión artística y el cristal como material de utilidad doméstica”. El modernismo lo había relegado a suntuoso bibelot de vitrina sin apenas uso práctico; a lo sumo como resplandeciente plantilla de vitral eclesiástico o de burguesa mansión. Situación que debía tornarse hacia nuevas propuestas a partir de la década de los veinte del siglo pasado. La aparición del neón y del uso masivo de la electricidad promovió el diseño de lámparas, apliques y chandeliers. Convirtiéndose la luz en uno de los eslabones de la modernidad. Luz y claridad que vendrán ejemplificados en ambiciosas composiciones fauvistas, racionalistas o cubistas que permitió la inclusión del cristal en la arquitectura, el diseño de interiores e industrial, a modo de reflectante fuente, aparador o contenedor de perfume.

      En los estudios dedicados al cristal Art Déco, la figura de René Lalique se erige como el tótem a quién venerar. Sin percatarnos de que a su lado prosperaban personalidades artísticas tan importantes o más que las suya. En esa estela encontraremos infinidad de propuestas y estilos personales, como los demostrados por Henri Navarre, André Thuret, Marcel Goupy o Georges Marcel Dumoulin. Mientras tanto, una buena parte de las manufacturas que comenzaron siendo modernistas se iban adaptando paulatinamente, mientras otras declinaban inexorables. En aquel primer grupo habría que citar a la Daum Fréres, que reabrió en 1919, con una serie de objetos al estilo de Marinot.

      Pero será, sin duda, René Lalique quien ejemplifique magistralmente al movimiento Art Déco. Lalique, al igual que muchos otros diseñadores, había llegado al cristal en busca de nuevos materiales de una manera insospechada. En su caso, con el objeto de incorporarlo a los trabajos de orfebrería. En ese momento, entre 1890 y 1899, practicaba con los esmaltes vítreos y la fundición a la cera perdida. Poco a poco se fue introduciendo en el proceso de manufactura de objetos de cristal, hasta que en 1906 tuvo la fortuna de encontrarse con el industrial de la cosmética François Coty, quien le comisionó muchos de los contenedores que debían resguardar a sus perfumes como auténticas joyas. Después de este éxito inicial, la producción en serie se hizo extensible a jarrones, vasos, vajillas, mascotas de coches, cajas para polvos o joyeros… En los que practicó una ornamentación en altorrelieve de geométrico naturalismo, que se fabricaban con el procedimiento del soplado en molde o los mecánicos aspiré soufflé y pressé soufflé; a los que habría que añadir el moldeado en prensa. En todos empleaba el demicristal, con una composición de plomo del cincuenta por ciento; a los que se le añadían óxidos metálicos, sulfatos y cloratos, a conveniencia.

      En esa misma línea expresiva podemos situar a Ernest Sabino, que se caracterizó por el uso de tonalidades iridiscentes, que le procuraron prestigio internacional, al igual que la serie de lámparas, que como las realizadas para la decoración del Normandie, se sustentaban en un elaborado proceso y en la elegancia de los repertorios ornamentales.

      El listado de artistas involucrados en la manufacturación del cristal es ingente. Desgraciadamente, la colección Ramos Andrade basa todo su activo en apenas dos nombres, que no son otros que Gallé y Lalique; con algún que otro representante de prestigio, como Amédée de Caranza, los hermanos Daum o la Cristallerie de Saint-Lambert. Motivo que sólo explica la evolución del cristal desde una perspectiva restringida y sesgada.

      La importancia de la colección correspondiente a la firma de Émile Gallé, en la que se recogen 72 piezas, viene dada no sólo por ser el más representado en el conjunto de obras de cristal que atesorara Ramos Andrade, ya que supone una clara predilección estética del propio coleccionista hacia uno de los precursores del movimiento Art Nouveau, sino que va más allá de los simples presupuestos atribuibles a rasgos tan poco exactos como son los del gusto. Por las fechas en la que presumimos se pudieron adquirir, entre finales de la década de los setenta y parte de los ochenta, el mercado de antigüedades nacional se saturó de una gran cantidad de obras adscritas al modernismo que no eran del agrado del gran público. Así, era común encontrar piezas de Gallé a buen precio en urbe tan cosmopolita como es Barcelona, frente a otros destinos europeos y americanos, donde tanto el Nouveau como el Déco estaban experimentando un inusitado auge en salas de subasta y anticuarios. La visión de Manuel Ramos se mostró una vez más, al igual que con las criselefantinas, en certero vaticinio.


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