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Resumen de Límites típicos del delito de fraude del funcionario público en la contratación y liquidación pública

Andrés Benavides Schiller

  • 1. Respecto del Capítulo I Cuando se habla de ¿delitos contra la Administración pública¿ no se toma este concepto en el sentido técnico correlativo al que posee en el marco de la doctrina de la separación de poderes, tesis que no se desenvuelve en el Derecho penal de forma lógica o lineal. La expresión Administración pública es empleada en sentido lato, amplio e impropio, no técnico y preciso. El concepto materia de nuestro estudio permite identificar como interés común a todos los tipos en él comprendidos el correcto desempeño de la función pública, comprensiva de la actividad administrativa, judicial y legislativa. La actividad pública se justifica y legitima en cuanto actividad prestacional dirigida a la satisfacción de intereses generales.

    La noción objeto de tutela penal se integra esencialmente por bienes y valores, dos nociones congruentes, complementarias entre sí y de paralela relevancia. Los bienes jurídico-penales concretos a ser protegidos han de ser aquellos que están en función de las condiciones para la satisfacción de las necesidades humanas, instalándose la persona en el centro de la protección penal.

    No somos próximos a las tesis ¿personalistas¿ del bien jurídico, que construyen este concepto a partir de una concepción personal del Estado de Derecho y que vislumbran a los bienes jurídicos únicamente como ¿objetos que el ser humano necesita para su libre autorrealización¿, razón por la que carecerían los llamados bienes jurídicos colectivos o supraindividuales de contornos precisos debido a su vaga formulación.

    Al situar a la persona en la médula o eje de protección penal, lo hacemos atendiendo al rol preeminente de tutela que ella disfruta respecto de los intereses estatales que pudieran estar bajo el grupo de delitos contra la Administración pública. Al atomizar al individuo negando su pertenencia a un grupo o colectivo, dejaríamos sin protección adecuada ciertos bienes o valores de naturaleza colectiva o supraindividual, cuya titularidad no es ejercida de modo unipersonal, sino compartida por todos quienes habitan en un determinado tiempo y lugar.

    Manifestamos nuestra mayor afinidad con un concepto de bien jurídico de corte social además de constitucional, dentro del cual la Constitución no puede significar un límite a la derogación de bienes jurídicos que impliquen una profundización del Estado social y democrático de Derecho, como tampoco impedir la exclusión de objetos de protección que ya no puedan sostenerse republicanamente como tales.

    En cuanto a los intereses generales, estamos frente a un concepto jurídico indeterminado, no pudiendo en caso alguno afirmarse la presencia de poderes abiertamente discrecionales en manos de la Administración al no admitirse, si la norma no dispone otra cosa, más que una sola solución (ideal, agreguemos nosotros) acertada. Por tanto, la corrección de la decisión que se tome puede ser controlada judicialmente sin que tal examen implique una mera sustitución de criterios, sino el resultado de la búsqueda de la solución justa tomando en consideración las circunstancias concretas del caso y los límites del concepto proporcionados por su esencia o núcleo. Así como la Administración no tiene potestades absolutas para decidir discrecionalmente, tampoco los órganos jurisdiccionales a cargo de su control pueden revisar y reemplazar abierta e ilimitadamente los criterios de elección de la primera.

    Al estar conformados los intereses generales por provechos tanto privados como públicos, ambos deben ser ponderados al momento de la toma de decisiones administrativas discrecionales acertadas y oportunas. La obligación de servir a los intereses generales no descansa únicamente en la Administración, pues de la existencia de un interés público no cabe concluir necesariamente la presencia de un título competencial en favor de ella.

    La Administración pública ligada a la tradición jurídica europea-continental tiene una composición eminentemente burocrática, funcionarial, cuya selección se realiza en base a los principios de mérito y capacidad, estando sometidos con preferencia a un régimen estatutario de Derecho público y no laboral, sin carácter representativo alguno. En cuanto a las formas de relacionarse la Administración con la sociedad para el logro de los objetivos antes anotados, el clásico acto administrativo unilateral ha dado paso hoy a la gobernanza, esto es, fórmulas negociales de colaboración, acuerdos y asociaciones con empresas y entidades privadas, rompiéndose el dogma del monopolio estatal de los intereses generales.

    Hoy en día, las posiciones doctrinales acerca del bien jurídico en los delitos contra la Administración pública se agrupan en: a) la protección de la fidelidad al Estado (ilícito como infracción subjetiva del deber, propio de la relación Administración-funcionarios); y b) la protección de la función de prestación a los ciudadanos (ilícito como infracción de los criterios objetivos correspondientes a los fines del Estado social y democrático de Derecho, propio de la relación Administración-ciudadanos). Tomando en cuenta las dimensiones social y constitucional inherentes al concepto de bien jurídico, nos parece claro que debe acogerse el segundo criterio propuesto El núcleo sustantivo del tipo de injusto en modo alguno debe ser una mera y formal ¿infracción de un deber¿, que bien puede ser una ratio incriminatoria, pero nunca un valor penalmente tutelado. El bien jurídico categorial correcto funcionamiento de la Administración conforme a legalidad, objetividad y eficacia, requiere de una mayor precisión a la hora de hacer efectiva la concreta defensa penal, es decir, cuando su afección se acompaña de lesión a intereses que pueden cifrarse de forma específica.

    Respaldamos la protección de la función de prestación a los ciudadanos, en cuanto bien jurídico en los delitos contra la Administración pública, frente a aquellas críticas que afirman una asimilación de la Administración pública a la función pública como vía interpretativa de la rúbrica penal del Título XIX, lo que dejaría, a su vez, sin contenido penal propio a dicha función. La Administración pública en cuanto complejo aparato orgánico tiene una vocación instrumental, no corresponde equiparar ambos conceptos, antes bien, cabe distinguir los aspectos orgánico y sustantivo de la Administración. Siempre en clave penal, el primero responde al cómo se desempeña la misma: mediante el enlace o entramado de entes que conforman el ¿andamiaje público¿ tanto a nivel administrativo, legislativo como judicial. Mientras que el segundo, explica el para qué de su actuar: intentar la satisfacción de las necesidades del individuo y de los intereses generales o colectivos propendiendo a la mantención y estabilidad de todo el sistema público. Es en este segundo aspecto donde se sitúa e identifica a la función pública, siendo su contenido -por lógico que parezca- aquello para lo que sirve.

    Nos estamos refiriendo a la relación que existe entre bien jurídico y ratio legis: es preciso tener presente que el objeto de tutela (correcto desempeño de la función pública) representa un momento de diversa significación dogmática que la noción de fin de la norma (satisfacción de los intereses generales). Surge a continuación la inquietud por preguntarse si cabe la vinculación conceptual entre bien jurídico y vigencia de la norma. Más específicamente y, en clave funcionalista, si puede afirmarse que la protección de bienes jurídicos es la función y la confirmación de la vigencia de la norma la consecuencia directa de esa función, o más aún, si dicha función sirve para la confirmación de la vigencia normativa: el Derecho penal protege bienes jurídicos (les concede garantía normativa) con vistas a la prevención de conductas contrarias a esos mismos bienes (evitación de futuros delitos), permitiendo la reafirmación de la autoridad de la norma como elemento integrante de la estructura social. Así, la protección de bienes jurídicos es la función y la confirmación de la vigencia de la norma, más que una consecuencia directa de esa función, constituye su ratio legis, aquello para lo que sirve, su fin último.

    Por función pública debemos entender el conjunto de intereses de cuya tutela o prestación se hace cargo el Estado, siendo un dato accidental la forma concreta de gestión a través de la que éste se desempeñe. Para caracterizarla penalmente se acude habitualmente a tres criterios, siendo posible identificar postulados que dan origen a un cuarto, denominado mixto: a) concepción formal u objetiva, donde será función pública aquella que esté regulada por normas de Derecho público; b) concepción subjetiva, que atiende a su realización por un sujeto o ente público; y, c) concepción teleológica o finalista, que comprende toda actividad persecutora del interés general. Optamos por esta última, donde las diversas formas de manifestación de la actividad del Estado (legislar, juzgar, ejecutar) ponen énfasis en el afán por alcanzar los fines públicos.

    Insistimos en la importancia del criterio finalista como primer factor de identificación del carácter de función pública de una actividad, sea cual sea la etiqueta, régimen jurídico o persona encargada de su desarrollo. Hecho lo anterior, habrá luego que superar un segundo tamiz, consistente en precisar si ese sujeto puede ser considerado funcionario público a efectos penales; y, finalmente, un tercer harnero a vencer lo constituye la afectación del bien jurídico -en sus modalidades categorial y específico- antes de proceder a la persecución penal. Nota peculiar del concepto administrativo de empleado público es el desempeño de una función, con carácter retribuido, que tal ejercicio sea en el seno de la Administración pública y que aquella tenga por finalidad el servicio de los intereses generales. En esta lógica, solo es empleado público el que trabaja en las Administraciones públicas, es decir, el personal integrado en la organización jerárquica administrativa y que desempeña un puesto de trabajo propio de alguna de ellas. En cambio, no lo es quien trabaja para o al servicio de una Administración pública, de manera temporal o incluso en la práctica de forma continuada, como profesional autónomo o contratado por una empresa de servicios, pero sin desempeñar un puesto de trabajo propio de la organización administrativa, y ello aunque todas sus retribuciones procedan directa o indirectamente de los presupuestos públicos y, eventualmente, realice sus funciones en la sede de la propia Administración.

    Lo anterior no ocurre en el ámbito penal, donde lo relevante y medular es participar en la función pública en virtud de un título determinado, siendo indiferente la existencia de una incorporación en el sentido administrativo del vocablo, pudiendo alcanzar así a personas muy distantes a la Administración. Al legislador penal no le interesan tanto los delitos que cometen los agentes públicos en el sentido que fuere, como aquellos que se realizan con ocasión del ejercicio de la función pública. De esta manera, el concepto penal de funcionario público es más laxo pero también más estricto que el administrativo, pues si bien aquel no impone una ¿pertenencia¿ al aparato administrativo para permitir su empleo, sí exige que las conductas a sancionar se observen durante el ejercicio, precisamente, de dicha función pública. Dicho esto, podemos afirmar que todo funcionario en clave administrativa lo es en sentido penal, pero no al revés.

    Este sujeto activo, si bien constituye uno de los puntos de encuentro de los delitos contra la Administración pública, en ocasiones estará representado por personas no funcionarias o no autoridades pero asimiladas a estas últimas, funcionarios de hecho, o incluso particulares. En cuanto a estos últimos, baste invocar la modificación del CP por LO 5/2010, que introdujo en el artículo 424, a propósito del cohecho activo (propio e impropio), a la persona que participa en el ejercicio de la función pública, o que mediante el estreno del artículo 286 bis implantó la figura de corrupción entre particulares.

    2. Respecto del Capítulo II Con el propósito de intentar un adecuado engarce del concepto de corrupción con los delitos contra la Administración pública, adherimos a quienes entienden por ella como toda acción de un sujeto público o privado que incumpla las normas jurídicas y viole las obligaciones del cargo o función desempeñada, abusando de su posición, sacrificando intereses generales y con la finalidad de obtener beneficios privados personales o para un grupo del que forma parte el corrupto.

    La respuesta penal al fenómeno de la corrupción viene dada, principalmente, por la tipificación de una serie de conductas que denominamos ¿delitos de los funcionarios¿ y que por su gravedad requieren de la protesta más contundente que ofrece el ordenamiento jurídico: las figuras delictivas previstas por los artículos 404 y siguientes del texto punitivo. Vemos un descarrío de recursos públicos desde la senda del interés público para colmar fines privados o sectoriales, es decir, convertir al Estado en instrumento para la generación de renta privada.

    Hemos hecho referencia a la corrupción pública o institucional como aquella desviación cuyos casos más severos desembocan en los tipos de injusto del Título XIX en comento y en los que intervienen autoridad, funcionario público o, como señala el artículo 424 a propósito del cohecho activo (propio e impropio), persona que participa en el ejercicio de la función pública. Lo relevante para el legislador son los efectos que para los intereses generales pueden derivarse de su actuar y no la naturaleza jurídica de las normas que, sustantivamente, rigen su relación con el ente al que presta servicios. En el Derecho penal actual la exigencia de responsabilidad a particulares es la respuesta del legislador penal a la necesidad moderna de romper la rígida distinción entre el funcionario y el particular colaborador de la función pública dadas las nuevas técnicas organizativas de la Administración, resumidas bajo la expresión gobernanza.

    Reconocemos un caso de corrupción que califica entre aquellos comportamientos con efectos perjudiciales para los intereses generales no obstante su triple excepcionalidad: a) su nomen iuris, ¿De la corrupción entre particulares¿, haría pensar que los efectos son más acotados y restringidos que aquellos inherentes a la corruptela pública; b) solamente intervienen particulares en las conductas descritas por el injusto; y c) se trata de la nueva Sección 4° del Capítulo XI del Título XIII del Libro II, es decir, está ubicada fuera del Título XIX que contiene los delitos contra la Administración pública. El artículo único de esta Sección 4°, el 286 bis CP, nace en respuesta a las exigencias dadas por instancias supranacionales. Mediante estos comportamientos, que exceden de la esfera de lo privado, se rompen las reglas de buen funcionamiento del mercado y se daña la garantía de una competencia justa y honesta, problema de importancia si se repara en la repercusión que pueden tener las decisiones empresariales en los diversos sectores sociales.

    En la medida en que un gobierno democrático efectúa una distribución del poder entre sus funcionarios está entregando a cada uno ciertas cuotas de negociación frente a los poderosos intereses privados, por lo que si bien ha de reconocerse la necesaria coexistencia de funcionarios de carrera y contratados laborales, es menester observar, ciertamente, diferencias de fondo entre ambos, como el reconocimiento a favor de los funcionarios de carrera -en teoría ajenos a maquinarias políticas y a dinámicas de tipo spoil system- de la inamovilidad en el empleo, o la atribución de los puestos y funciones que impliquen una participación directa o indirecta en el ejercicio de potestades públicas y en la salvaguarda de los intereses generales del Estado y de las Administraciones públicas.

    Las dificultades que el sistema democrático tiene para defenderse frente a la corrupción tienen que ver con la desintegración y atomización de los individuos en las sociedades desarrolladas, circunstancias íntimamente conectadas con lo expresado a propósito de las tesis personalistas del bien jurídico. Es posible identificar cuatro áreas administrativas en las que el riesgo de corrupción es mayor: a) la contratación pública en general; b) la planificación y gestión urbanística; c) las ayudas, subsidios y subvenciones de toda especie; y, por último, d) el reclutamiento de personal de las Administraciones públicas.

    De las áreas recién mencionadas, nuestro objeto de estudio dice relación con la contratación pública, pues se trata quizás del ámbito que mejor debe preservarse de la corrupción al representar una participación indirecta en el ejercicio de funciones públicas y en donde autoridades y funcionarios cuentan con amplias oportunidades para patrimonializar el poder público en beneficio propio o de terceros. Por lo que respecta a los tipos contractuales potencialmente más propensos o expuestos a corruptelas, cabe hacer referencia a los contratos de obras y aquellos vinculados al ámbito de las telecomunicaciones, al sector energético y de la defensa.

    De acuerdo a la magnitud o lesividad de las maniobras desplegadas en los procedimientos de contratación, será factible encuadrarlas en alguna de las figuras delictivas contempladas por el Título XIX, siendo los tipos penales modificados por LO 5/2010 y recogidos por los artículos 424.3 (cohecho concerniente a procedimientos de contratación, subvenciones o subastas públicas), 436 (fraude funcionarial relacionado con cualesquiera de los actos de las modalidades de contratación pública), 439 (negociaciones y actividades prohibidas en cualquier clase de contrato) y, 445 (corrupción en las transacciones comerciales internacionales), los primeros llamados a identificar la naturaleza penal de tales comportamientos.

    Aquellas mismas reflexiones contrarias a la atomización del individuo y a la negación de su pertenencia indefectible a un grupo o colectivo permiten expresar nuestra oposición a las tendencias neoliberales en el ámbito económico, próximas al abstencionismo en materia de derechos sociales que los partidos políticos conservadores han impulsado desde las últimas décadas del siglo XX en ordenamientos jurídicos occidentales, reduccionistas a ultranza de la envergadura estatal, demonizadoras de la intervención de éste y defensoras de la filosofía del individualismo. Las orientaciones políticas que promueven la privatización, esto es, la prestación de innumerables servicios públicos por empresas privadas, reduciendo el Estado al papel de cliente que compra el servicio y determina las condiciones de prestación, han ampliado de forma notoria el terreno en el que florecen estas prácticas.

    Aquí defendemos el Estado social y democrático de Derecho, amalgama superadora de los pretéritos modelos de Estado liberal puro y Estado social autoritario. Si el Estado liberal puro buscaba únicamente la limitación del poder por el Derecho rechazando el intervencionismo estatal, y si el Estado social autoritario reaccionó dejando sin límite su intervención en la vida social, el Estado social y democrático de Derecho trata de hacer compatible la necesidad de intervenir en la sociedad (Estado social) con la conveniencia de limitar la acción estatal por medio de los límites formales del Derecho (Estado de Derecho) y de los límites materiales que se derivan de su orientación republicana (Estado democrático).

    No podemos pasar por alto que durante lo últimos años la sociedad española asiste a un fenómeno que ha venido llamándose judicialización de la vida política, tras el que se esconden problemas de orden jurídico, social y político. Se piensa que esta judicialización de lo político sugiere que los ciudadanos muestran una postura cada vez más proclive a esperar de los tribunales resultados que ya no confían obtener a través de las elecciones; que semejante proceso se inscribe en el marco de un declive de la ¿reactividad¿ de los gobiernos frente a las demandas de los ciudadanos, y que queremos tanto más que los gobiernos sean obligados a rendir balances (principio de accountability) cuanto menos parezcan estar a la escucha de las expectativas de la sociedad (principio de responsiveness).

    Una mirada más crítica indica que en el campo de la actuación judicial no se podrán resolver los problemas derivados de la ausencia de control y vigilancia (checks and balances) de los responsables políticos, de su inexcusable deber de evitar el uso incorrecto de los cargos públicos. La posible prevención de la corrupción, por tanto, se resiente. Pero también desde el punto de vista de la sanción la situación sería inadecuada, pues la presión política y mediática en que se desarrollan los juicios contra los responsables políticos hacen difícil asegurar las garantías mínimas del inculpado e impiden que la judicatura realice su trabajo con tranquilidad, sosiego e independencia.

    La prevención y represión de la mera infracción o incumplimiento leve de deberes funcionariales sin especial trascendencia en el bien jurídico-penal, debe quedar en el ámbito del Derecho administrativo disciplinario. La incriminación no debe ser penal en todo caso, restringiéndose únicamente a aquellos comportamientos más graves y atentatorios directamente al modelo constitucional de Administración. Resulta interesante mencionar aquella postura que propone, desde la óptica del principio de oportunidad y demás mecanismos de selectividad en la persecución penal, no erradicar de su órbita de aplicación los delitos de corrupción que constituyan manifestaciones de criminalidad media, pues el delincuente socio-económico también tiene derecho a que se le apliquen instituciones resocializadoras alternativas al enjuiciamiento; y la víctima socio-económica, por su parte, lo tiene a obtener un pronto y efectivo resarcimiento del daño provocado por el delito.

    3. Respecto del Capítulo III Hoy en día, la más relevante modificación típica que cabe consignar respecto del fraude funcionarial provino de LO 5/2010, de 22 de junio, por la que se introdujo en la descripción del tipo al particular que se haya concertado con la autoridad o funcionario para defraudar, contemplándose la misma pena de prisión que a estos y otras de inhabilitación y prohibiciones.

    El vigente continente normativo del delito de fraude funcionarial configura una ley penal mixta alternativa que describe dos modalidades, núcleos o hipótesis de comportamiento típico: en primer lugar, se conmina a la autoridad o funcionario público y a los interesados que se concertaren para defraudar a cualquier ente público en los ámbitos de contratación pública y de liquidación de efectos o haberes públicos; en segundo lugar, se sanciona el uso, por parte de esa autoridad o funcionario, de cualquier otro artificio para la defraudación pública señalada.

    La conminación del uso de artificio para defraudar incurre en la misma deficiencia que la tipificación del concierto, toda vez que describe un acto preparatorio atípico como núcleo de la acción, en lugar de conminar directa y prioritariamente el núcleo sustancial de ésta, consistente en defraudar a la Administración pública. Emplear un artificio, mentir, engañar, son conductas atípicas, sin perjuicio que puedan ser ético-socialmente reprobables.

    La tipificación del fraude funcionarial desvía el centro de atención desde el núcleo de desvalor de la conducta hacia el medio comisivo de la misma. La forma específica de concertarse consiste en ponerse de acuerdo, en la conjunción de dos o más voluntades: no basta con la mera solicitud del funcionario, sino que debe llegarse, necesariamente, al acuerdo. Este carácter plurisubjetivo de convergencia o de pluripersonalidad se traduce en que son varias las posibles conductas de concierto que componen el tipo; en que las diversas conductas de los distintos sujetos forman parte del total acontecer lesivo descrito por la hipótesis legal y que sus comportamientos se direccionan al mismo fin; finalmente, en que se trata de una única hipótesis delictiva y de un mismo bien jurídico protegido el que resulta lesionado. Es decir, y desde el punto de vista lesivo, estamos frente a un único delito. Con lo expuesto sobre el carácter plurisubjetivo de esta hipótesis del concierto entre funcionario e interesado, nos estamos refiriendo a la denominada participación necesaria.

    Las dos modalidades típicas alternativas que compendia la figura en estudio requieren, para su completo y suficiente entendimiento, considerar el conjunto de los elementos de tipicidad sin los cuales no sería posible verificar su perpetración, característica propia de los delitos plurisubsistentes. El 436 exige, en primer lugar, que el sujeto activo sea autoridad o funcionario. Y, en segundo lugar, es necesario que el sujeto intervenga por razón de su cargo en cualesquiera de los actos de las modalidades de contratación pública o en liquidaciones de efectos o haberes públicos. La norma habla de intervención en estas materias, por lo que si bien coincidimos con aquellos que opinan ser posible una ingerencia tanto directa como indirecta, no lo estamos cuando agregan que para la apreciación del delito no resulta necesario que el funcionario tenga específicamente atribuidas facultades para contratar o liquidar bienes públicos, sino únicamente la posibilidad de intervenir de hecho en esas actividades.

    Siendo las operaciones públicas reseñadas actos complejos, la participación directa o indirecta del sujeto activo podrá ser cualquiera capaz de determinar (léase dominar) el resultado final del ejercicio en perjuicio del ente público, por ejemplo, mediante la elaboración de informes técnicos, la toma de decisiones o la entrega de documentación legal requerida.

    Por tratarse de un delito de simple, mera o pura actividad bastará para la consumación del delito la realización del movimiento corporal, sin necesidad de exteriorización de secuela alguna. La realización típica coincide con el último acto de la acción y, por tanto, no se produce resultado separable de ella. El relato típico del artículo 436 hace a continuación alusión a la defraudación, pero, paradójicamente, ésta no integra el núcleo de la acción delictiva del fraude funcionarial, no está contenida en la descripción positiva ni tampoco se exige su comienzo ejecutivo, significando ello la no reclamación productiva de resultado material alguno -como lo sería el desplazamiento patrimonial fraudulento- para la concreción del tipo y su castigo. El fraude operaría, entonces, como exigencia puramente subjetiva del tipo, consistente en un ánimo o finalidad solamente pretendido por el sujeto activo; un objetivo o designio defraudatorio contra la Administración pública cuya tipicidad se alza, exactamente, desde el propio artículo 436.

    El injusto del artículo 436 CP responde a la naturaleza de un delito especial propio, toda vez que la desaparición de aquella caracterización o cualidad personal del sujeto activo no puede mudar en la configuración de otro ilícito. Es jurídicamente incorrecto aseverar que detrás del 436 habrá, por ejemplo, un delito de estafa del artículo 248, pues las exigencias típicas de éste exceden con creces aquellas contempladas por el legislador para el primero: sus requisitos aluden a la existencia de engaño bastante, error, acto de disposición patrimonial, perjuicio patrimonial y ánimo de lucro. Visto así el asunto, resulta claro por insuficiente pretender concluir la existencia de un delito de estafa en caso de que el concierto para defraudar no involucre a una autoridad o funcionario según los términos del artículo 24 CP.

    Tampoco consideramos jurídicamente correcto catalogar la figura del fraude ni los ilícitos funcionariales en general como delitos de infracción de deber. Los deberes de los funcionarios para con la Administración podrán adquirir relevancia como elementos integrantes del tipo penal, como elementos configuradores de la infracción penal o como datos delimitadores del ámbito de protección, pero no cuentan con la capacidad de alzarse como el propio bien jurídico protegido. Al sujeto activo no se le sanciona porque ha infringido un deber o posición, sino que el reproche proviene de la específica lesión ocasionada al correcto ejercicio de la función pública (fundamento de la imputación), abusando, ciertamente, de esa posición (contenido de la imputación).

    En cuanto a las relaciones intraneus - extraneus, tratándose del juzgamiento de los delitos especiales propios e impropios, el Tribunal Supremo español ha demostrado ser partidario de mantener el título de imputación y condenar al interviniente extraño con una pena atenuada por la ausencia en él del deber especial. Ha acogido este razonamiento haciendo uso en el tiempo de una aplicación analógica del artículo 65 CP para atenuar la pena en los supuestos de participación del ¿extraño¿, o bien, ha considerado que el partícipe extraneus en un delito especial propio debe ser condenado, de todos modos, con una pena atenuada respecto del autor intraneus debido a que el primero no infringe personalmente el deber específico que da materialmente contenido al tipo de delito especial propio, haciendo uso de la atenuante analógica genérica del artículo 21 CP.

    En doctrina también han existido voces disidentes partidarias de la ruptura del título de imputación y de la sanción según el propio grado de responsabilidad en el hecho de cada interviniente. El hecho de que el Código no hubiese incriminado sino a partir de la reforma por LO 5/2010 la conducta de los particulares permitió que, hasta antes de esta modificación, se aseverara con fundamento que los mismos no debían ser castigados ni como autores ni como partícipes en el tipo del fraude funcionarial: en caso que dicho comportamiento complaciera otro tipo penal, como el tráfico de influencias del artículo 429, debía optarse por dicha figura siempre que, por cierto, concurriera una conducta de influencia del particular sobre el funcionario que debe decidir, con la intención de obtener un beneficio económico. Es decir, el texto punitivo no previó el castigo del particular: se trataría de una injustificada impunidad que condujo a la jurisprudencia a valorar la conducta participativa del particular, atenuando su pena por no concurrir en él la condición de funcionario prevista en el tipo.

    Respecto de esto último, se ha opinado que se trataría de una interpretación voluntarista, tendente a satisfacer necesidades de incriminación de conductas sin cobertura legal para ello, asumiéndose por tribunales una función suplente-subsidiaria del rol que corresponde, en estricto rigor, al legislador. Coincidimos con aquella opinión para la que resulta incuestionable que el propósito del legislador, al introducir el tercer apartado del artículo 65 CP en la reforma de 2003, no pudo ser otro que el de ofrecer una base normativa más firme a esta posición de la jurisprudencia española según la cual la participación de extraños en los delitos especiales propios ha de considerarse punible, pero mereciendo por razones de proporcionalidad una sanción menor que la establecida para los sujetos cualificados. Entonces, en lugar de la aplicación de la atenuante analógica del artículo 21, cuya admisibilidad en estos casos había sido muy cuestionada, la norma del artículo 65.3 pasó a dejar en manos de tribunales la imposición facultativa -a inductores y cooperadores necesarios no cualificados- de la pena inferior en un grado a la señalada por la ley para la infracción de que se trate. Este criterio sería de aplicación únicamente en el caso de la cooperación necesaria y de la inducción. Por el contrario, se opina que carece de aplicación respecto del cómplice, a quien la pena ya le ha sido atenuada en un grado por considerarse que su conducta no es equivalente a la del autor.

    Actualmente, no vislumbramos otra solución para el extraño o partícipe no cualificado en el fraude funcionarial que la mantención del título de imputación. Pero no en razón de la evolución jurisprudencial reseñada, sino tomando en cuenta los cambios introducidos en el artículo 436 CP por LO 5/2010. Hoy se contempla expresamente el castigo al particular que se haya concertado con la autoridad o funcionario, consistiendo en la misma pena de prisión que para estos últimos. Esto coincide con aquella propuesta doctrinal que ofrece, de estimarse conveniente castigar de modo general al interviniente extranei en esta categoría de ilícitos, articular soluciones preferiblemente a través de la creación de tipos específicos en la Parte especial.

    Teniendo claro que afirmar la impunidad de los partícipes en estos casos no es algo que tribunales o los autores mayoritariamente propugnen, el problema del instrumento doloso no cualificado, a saber, la búsqueda de una solución dogmática de castigo en los delitos especiales cuando el sujeto cualificado carece de ¿dominio social¿ del hecho, difícilmente puede ser contestado en clave roxiniana, pues el sujeto actuante debería hacerlo bajo una situación de error, como inimputable o, justificadamente, y ninguna de estas hipótesis se aplica a los casos y situaciones que nos ocupan.

    Pareciera ser, entonces, que la figura de la inducción a cometer delito, consistente en suscitar en otro (no cualificado), dolosamente, la resolución de cometer el acto impune, ejercida por sujetos cualificados y regida por el principio de la accesoriedad media o limitada es buen farol para alumbrar el camino que conduzca a la respuesta, aunque la misma implique aceptar la existencia de eventuales lagunas de punibilidad cuando no sea posible reconducir los comportamientos a figuras delictivas comunes, toda vez que la conducta del extraneus debiera considerarse aquí como cualitativamente distinta de la del intraneus y apartársele de un hipotético injusto común: el no cualificado no puede ser autor del delito especial.

    En cuanto a los límites objetivos del delito de fraude funcionarial, la calidad de sujeto pasivo podrá ostentarla cualquier ente público titular del patrimonio estatal al que se pretende ocasionar un daño. Hoy no está restringido al Estado, Provincia o Municipio, pudiendo así abarcar administraciones, organismos autónomos, instituciones paraestatales y corporaciones contratantes titulares de recursos públicos, incluso Comunidades autónomas y la propia Unión Europea. El universo de selección es amplísimo. Según el artículo 3º de la Ley 30/2007 sobre Contratos del Sector Público (LCSP) se identifican tres grupos de organismos o entes públicos a considerar para los alcances del artículo 436 CP. Se trata de una lista inspirada en la definición de sector público del artículo 2° de la Ley General Presupuestaria (Ley 47/2003, de 26 de noviembre): a) Administraciones públicas stricto sensu (artículo 3.2 LCSP); b) entes del sector público que, no teniendo el carácter de Administración pública están sujetos a la Directiva 2004/18/CE, denominados Poderes Adjudicadores; y c) entes del sector público que no son Administraciones públicas ni están sometidos a la Directiva, identificados como otros sujetos del sector público.

    Respecto de la expresión contratación pública, el artículo 436 CP evita hoy la enumeración cerrada de los contratos protegidos penalmente, teniendo el carácter de contratos públicos todas aquellas alternativas contractuales recogidas por la Ley 30/2007 sobre Contratos del Sector Público (LCSP) y en cuya celebración participen organismos o entes del sector público pertenecientes a alguno de los tres grupos identificados por su artículo 3º: i) administrativos; ii) privados; y iii) sujetos a regulación armonizada. Mientras la distinción entre los dos primeros se realiza aplicando criterios sustantivos, el último responde a cuestiones estrictamente procedimentales que afectan a la selección del adjudicatario y a los principios que deben respetarse tanto al convocar el proceso de selección como al optar por el adjudicatario. Esto significa que nuestro parecer es circunscribir el entendimiento de la expresión al marco especializado ofrecido por la LCSP, dejando fuera de la misma aquellas figuras contractuales no previstas por esta ley o en cuya celebración no intervengan organismos o entes del sector público descritos anteriormente.

    No cualquier irregularidad o infracción de la normativa sobre contratación supondrá un comportamiento delictivo castigado por el artículo 436, debido a que la fragmentariedad y ultima ratio del Derecho penal impiden entender la observancia de estos procesos como un funcionamiento perfecto, sino como el cumplimiento de unos estándares mínimos o básicos en el ejercicio de la función pública, representada aquí, precisamente, por la contratación pública.

    Con la expresión liquidación de efectos o haberes públicos se incriminan las conductas de abuso fraudulento del cargo en el ámbito contractual, o más ampliamente, de gasto público: el perjuicio patrimonial para el ente público no se referirá a la disminución de un posible ingreso, sino a una erogación, una disposición patrimonial o una prestación de servicios del sujeto público no compensada por la contraprestación correspondiente del particular. Eso sí, ello no comporta la irrelevancia penal de las conductas defraudatorias en el ámbito de los mencionados ingresos públicos, debido a que pueden encontrar acomodo, por ejemplo, en los delitos contra la Hacienda pública o en los delitos de estafa.

    Por tratarse de un delito subjetivamente configurado, la tentativa recibe un tratamiento particular: el dolo carece aquí de relevancia para, por sí solo, determinar el tipo (función indiciaria) o fundamentar el injusto típico (desvalor de injusto material). Y, en cuanto a la culpabilidad, no es concebible un propósito defraudatorio si el sujeto no es consciente del mecanismo fraudulento que aplica de manera voluntaria a un determinado comportamiento objetivo. Las peculiaridades del delito funcionarial permiten afirmar su pertenencia a la categoría dogmática de delitos de intención o delitos de intención trascendente, por lo que la punibilidad (merecimiento de pena) no tiene su fundamento en una transformación determinada del mundo exterior, sino en una actitud interna del autor hacia su hacer. Siendo más precisos, estamos frente a un delito de resultado cortado o delito en que el legislador prescinde del resultado, debido a que el injusto de la acción se fundamenta en una finalidad pretendida por el sujeto no consistente en un propio hacer posterior, sino que constituye una simple ¿meta a alcanzar¿ distante y que trasciende de cualquier comportamiento futuro del sujeto en razón de no necesitar arribar a la misma. Resulta indiferente que se logre alcanzar o no el fin propuesto.

    Por adherir al criterio de creación de peligro para el bien jurídico, propio de la tesis objetivo-material de distinción entre actos preparatorios y tentativa, el hecho de encontrarnos frente a un acto preparatorio per se autónomamente tipificado nos lleva a opinar no resultar válido anticipar aún más el ámbito de protección normativo. No resulta posible castigar el delito de fraude funcionarial en fase de tentativa acabada, pues la misma constituye su consumación. Y respecto de una penalidad a título de tentativa inacabada, sostenemos que las mismas razones expuestas disuaden de inclinarse afirmativamente, pues dar el sujeto activo principio a la ejecución del delito practicando parte de los actos descritos en la redacción típica -como lo sería una simple y genérica propuesta o solicitud del funcionario público en orden a lograr el trato espurio con un tercero- implica una anticipación de reproche no permitida y un desconocimiento tanto del carácter preparatorio excepcional de esta figura como de la ausencia de peligro para el bien tutelado por esta conducta.

    Atendiendo a las posibles relaciones concursales entre el fraude funcionarial y otras figuras delictivas, respecto del delito de cohecho es recurrente en la mecánica comisiva del 436 CP la presencia de cohecho activo, o bien, de cohecho pasivo, por lo que cabrá afirmar que en algunos de estos episodios existirá la posibilidad de un concurso real de delitos, en los términos del artículo 73 CP. Ambos ilícitos concurrirán materialmente cuando junto al cohecho, proveniente de una exigencia o aceptación de comisiones o promesa de las mismas por el funcionario para realizar en el ejercicio de su cargo un acto contrario a los deberes inherentes al mismo, o para no realizar o retrasar injustificadamente el que debiera practicar, aparezca el fraude funcionarial, pues el primero opera sin perjuicio de la pena correspondiente al acto realizado, omitido o retrasado en razón de la retribución o promesa, si fuera constitutivo de delito, conforme reza el artículo 419.

    Con respecto al delito de malversación, se manifiesta por la doctrina que el fraude funcionarial es el tipo más cercano en su proyección e interés protegido, puesto que también sanciona un perjuicio patrimonial causado a la Administración pública. Sin embargo, se diferencia claramente en su contenido, ya que en el 436 CP las conductas son de defraudación y no de sustracción o de distracción para ¿hacer salir¿ determinados bienes, o su uso, de la esfera administrativa a la que están adscritos, como sucede en la malversación. Podría producirse una coincidencia parcial de las figuras del artículo 436 y la malversación, en el supuesto de que el perjuicio causado al ente público consistiera en una apropiación de concretos caudales o efectos públicos que el sujeto activo tuviera a cargo por razón de sus funciones en algún proceso de contratación o liquidación de efectos o haberes públicos. Procede, entonces, el castigo de ambos ilícitos en relación de concurso medial. De manera que, si los actos ejecutados son subsumibles, verbigracia, tanto en el 432.1 CP como en el contenido típico del 436 del mismo texto, cabrá también la sanción por este delito y no una sustitución por el de malversación, aplicándose en su mitad superior la pena prevista para la infracción más grave (432.1), según ordena el artículo 77.2.

    Con respecto al delito de prevaricación, coincidimos con quienes sostienen que cada vez que la decisión determinante de una fraudulenta contratación o liquidación de haberes públicos en perjuicio del ente público sea arbitraria, y la autoridad sea consciente de su injusticia, la conducta reunirá también los caracteres de una prevaricación. Se sancionan penalmente, por lo tanto, conductas realizadas dolosamente por quienes forman parte de los órganos administrativos, con capacidad resolutoria y dentro del ámbito de funcionamiento de la Administración pública, no siendo dichas resoluciones efecto de la Constitución ni del resto del ordenamiento jurídico, sino, pura y simplemente, un producto de su voluntad, convertidas irrazonablemente en aparente fuente de normatividad. Siendo la prevaricación inherente a la conducta fraudulenta, se excluye la apreciación del delito del artículo 404 por exhibir un carácter subsidiario respecto a la mayoría de los delitos contra la Administración pública, según dispone el artículo 8° regla segunda, y por contemplar una mayor gravedad la pena del fraude del funcionario, según la regla cuarta de dicho artículo. Por estas razones, su aplicación adicional constituiría una infracción a la normativa sobre concurso de leyes y, en consecuencia, una vulneración del principio non bis in idem.

    Con respecto al delito de tráfico de influencias, quien a iniciativa propia o como intermediario de la persona interesada en la contratación o liquidación ejerciere una influencia sobre funcionario competente para promover la comisión de un delito de fraude al ente público, actúa como autor de un delito de tráfico de influencias, previsto y sancionado en los artículos 428 y 429. No obstante, se convierte también en inductor del delito de fraude funcionarial si éste se lleva a cabo. La mayor gravedad de las penas del 436 CP confirma que el tráfico de influencias es un estadio anterior preparatorio del segundo delito, y que recoge de forma más eficaz y específica el riesgo para el patrimonio público y la imparcialidad y objetividad de la actividad de los entes públicos.

    Con respecto al delito de negociaciones prohibidas, en aquellos casos en que el sujeto activo de este delito sea un funcionario público, podremos identificar en él un abuso de la función pública ejercida, tal como sucede en la figura del fraude. No obstante, el enriquecimiento ilícito y la ausencia del medio fraudulento independizan y distancian a la negociación prohibida de la anterior figura. Si llegara a operar, por ejemplo, un concierto para defraudar a la Administración en el que interviene un funcionario público que luego converge en la celebración de un oneroso contrato público donde interviene ese mismo funcionario por razón de su cargo, y en el que participa, a la vez, ofreciendo servicios como contratista a través de una persona jurídica de la que es socio, nos encontraremos ante dos infracciones. Esta situación debiera resolverse acudiendo a las normativa del concurso medial del 77.2 CP: el delito-medio será el fraude y el delito-fin la negociación prohibida, aplicándose en su mitad superior la pena prevista para la infracción más grave, o sea, la del fraude funcionarial.

    4. Respecto del Capítulo IV Nos hicimos dos preguntas: si pueden exigírsele a la Administración pública especiales deberes de autoprotección y, si todo engaño resulta apto para defraudar a un ente público. En lo que concierne a la primera pregunta planteada, debe advertirse la imposibilidad de soslayar la relevancia que poseen los deberes de autoprotección, regulación y control en el cotidiano actuar por parte de la Administración pública, evitando con ellos contribuir, facilitar o precipitar la apertura de flancos o parcelas propicias para la práctica de esta categoría de comportamientos, especialmente, tratándose de apoderamientos mediante métodos fraudulentos. Para una postura victimodogmática moderada, la ¿víctima contribuyente¿ -en este caso, la Administración pública actuante a través de alguno de los entes u organismos ya precisados- habría de incidir en la medición de la pena a imponer al sujeto activo, rebajándose en respuesta a la existencia de espacios de atenuación atentos a la actitud de la víctima; mientras que para una postura victimodogmática radical, las propuestas de solución apuntarían a una retirada formal del control represor estatal mediante la eliminación desde la tipicidad de aquellas hipótesis con más acentuada contribución o facilitación victimal.

    A la segunda pregunta, señalemos en lo que toca a la figura del artículo 436 CP que la acción típica consiste en concertarse con los interesados en el contrato o la liquidación, o usar cualquier otro artificio defraudatorio. El injusto se describe, por tanto, de forma abierta, incluyendo cualquier maquinación, simulación o engaño que tenga por objeto defraudar. No obstante, ¿basta cualquier acción u omisión engañosa o hace falta que este ardid esté revestido de alguna especialidad para que sea penalmente relevante? Se observa modernamente que tanto en la estafa como en el fraude resulta decisivo el papel de la víctima titular de determinados deberes de autoprotección ante la existencia de una organización conjunta con el o los autores de tales ilícitos. Y la Administración pública, evidentemente, los tiene.

    Se trata de deberes cuyo incumplimiento podría acarrear la atipicidad de conductas engañosas (imputación objetiva del comportamiento), pues no debemos olvidar que la Administración, como aparato burocrático y funcional, tiene un baremo de engaño mucho mayor que los particulares en razón de los recursos a su disposición, competencias y conocimientos específicos de sus servidores insertos en una lógica de mérito y capacidad, no bastando la mera afirmación de mentiras en las propuestas para que se configure el engaño típico; o bien, la conducta de esta víctima podría alcanzar relevancia en el segundo nivel de la teoría de la imputación objetiva (imputación del resultado), tratándose de casos en los que el resultado sea consecuencia tanto de la conducta típica del autor como de una conducta inadecuada de la víctima, es decir, lo que se ha denominado ¿confluencia de conductas¿. Se trataría de casos en los que cabría disminuir la responsabilidad del autor, tal como propugna la postura victimodogmática moderada.

    5. Respecto del Capítulo V Se vive un proceso creciente de criminalización que ha desplazado al Derecho penal desde su tradicional ubicación subsidiaria a una de primera línea en el control de conflictos sociales, siendo en muchos casos difícil establecer diferenciaciones teóricas entre los sistemas represivos, fenómeno más complejo que se ha denominado la administrativización del Derecho penal.

    El asumir tal forma de razonar es una característica del Derecho penal de las sociedades postindustriales, tradicionalmente propia de lo administrativo, convirtiéndose en un Derecho de gestión ordinaria de problemas sociales. Asimismo, se describe una ¿codicia¿ del Derecho administrativo sancionador que resulta preocupante, pues la intervención activa de la Administración pública en la actual sociedad de masas tecnificada alcanza proporciones desconocidas e invade progresivamente campos que le estaban vedados o que le fueron arrebatados a la Administración del Antiguo Régimen. Esto encubre la imposición de sanciones puramente administrativas que solamente mediante el recurso al formalismo o estafa de etiquetas pueden distinguirse, materialmente, de las penas que el orden jurisdiccional impone al responsable de un delito ¿Dónde radica la legitimidad de la Administración pública para definir infracciones y establecer sanciones administrativas? Si la finalidad básica de la Administración pública es la búsqueda permanente del desarrollo, bienestar y equilibrio social, podríamos sostener que difícilmente sus funcionarios gozan de la imparcialidad necesaria y de los conocimientos jurídicos para desempeñar labores de castigo. Esta situación se ve agravada en ordenamientos que operan con el spoil system, donde el personal no es funcionario y no tiene más estabilidad en el empleo que la que se da en la empresa privada, por lo que los cambios de gobierno producen amplias renovaciones del personal en la nueva administración.

    Se han construido dos razonamientos, más bien pragmáticos, justificantes de la potestad sancionadora administrativa: a) la autotutela, permitiéndole a la Administración pública proteger sus propios intereses y conservar su estabilidad y orden interno mediante la imposición de sanciones, fundamentalmente, disciplinarias. Estas sanciones nos recuerdan que entre Administración y administrado pueden existir relaciones de diversa naturaleza: relaciones de sujeción general y relaciones de sujeción especial. Son estas últimas el objeto de la potestad disciplinaria de la Administración del Estado; y b) la heterotutela, habilitándola para la aplicación de sanciones protectoras del orden e intereses sociales generales, como ocurre en los ámbitos de servicios básicos, laborales y de la seguridad social. Aquí la distinción con la potestad punitiva penal se diluye, surgiendo voces que alegan un abuso de funciones por parte de la Administración y exigen la entrega inmediata de las competencias para conocer y resolver estos asuntos, sea al Juez civil en relaciones de este orden, sea al Juez penal en materias represivas.

    De admitir que el injusto criminal (delito) y el injusto de orden (infracción administrativa) presentan una característica unidad, la consecuencia sería que ambas modalidades de injusto deberían tratarse y sancionarse homogéneamente. No tendría sentido una regulación diferenciada si ambas responden a idénticos principios regulativos. Tradicionalmente, se ha intentado cualitativa y cuantitativamente sistematizar los criterios diferenciadores entre ambos injustos. En la búsqueda de nuevos factores de diferenciación, otros autores abogan por uno de carácter normativo o valorativo. Esto supone una apreciación estimativa del comportamiento, dirección de ataque, frecuencia, consecuencias sociales y significado de la norma infringida para la colectividad, entre otros criterios, por la que se establece finalmente que el injusto de que se trate debe considerarse merecedor de pena o, por el contrario, merecedor únicamente de sanción administrativa.

    A propósito del principio de legalidad que deben observar estas manifestaciones del poder sancionador estatal, se plantea que el origen de este principio se halla en el anhelo de seguridad jurídica, impulsor de los pueblos a una lucha multisecular con los detentadores del poder para excluir la arbitrariedad en el derecho punitivo. Es necesario, entonces, limitar los poderes de la Administración a las exigencias de la Constitución, pues la primera no debe sancionar conductas sometidas a un procedimiento judicial, existiendo, además, preferencia de conocimiento por parte de los Tribunales. Tampoco debe, ordinariamente, estar facultada para imponer sanciones que, por su naturaleza o entidad sean de carácter estrictamente penal, ni entregársele atribuciones propias del Poder judicial -pues para ello existe el artículo 106.1 CE, controlando los Tribunales la legalidad de la actuación de la Administración- si se quiere articular una normativa de carácter sancionador acorde con lo dispuesto en el precepto contenido por el artículo 25.3 CE. La tríada compuesta por los artículos 9º, 25 y 106 CE se erige como un conjunto de pilares básicos del sistema jurídico-sancionador constitucional español, quedando todos los poderes públicos sujetos a la observancia de las garantías del Estado de Derecho.

    La comisión de alguno de los comportamientos previstos por el Título XIX Libro II CP puede comportar incurrir en una doble responsabilidad, por lo que imponer al funcionario una pena y una sanción administrativa eventualmente más severa que la sanción criminal, acarrea con alta probabilidad la trasgresión del principio constitucional non bis in idem.

    El Tribunal Constitucional desde comienzos de la década de los ochenta y en diversas resoluciones posteriores ha declarado la compatibilidad de ambas sanciones cuando, además de constituir delito la conducta del funcionario, ella afecte al servicio público que presta. Eso sí, junto con prohibir la duplicidad de sanciones en los casos en que se aprecie la identidad de sujeto, hecho y fundamento allí donde no exista una ¿relación de supremacía especial de la Administración¿ ha establecido la prioridad de los Tribunales de justicia por sobre la Administración, al manifestar que ésta no puede actuar mientras no lo hagan aquéllos ni apartarse de sus planteamientos fácticos. Aun cuando no encuentra plasmación expresa en la Constitución, pues se trata de un principio de eminente configuración jurisprudencial, resulta indubitado que la Ley fundamental española le otorga rango de principio constitucional, respondiendo así al panorama que ostenta a nivel de articulado de textos internacionales que lo recojen.

    La precedencia de una sanción administrativa no puede producir en modo alguno el efecto de cosa juzgada. En cambio, la imposición de una pena puede determinar la nulidad de la sanción administrativa previa si ésta fue impuesta exactamente por el mismo hecho en todas sus dimensiones personales y materiales, siendo un camino a evaluar el acudir ante la autoridad administrativa para que deje sin efecto la sanción impuesta, y otro, el solicitar en sede penal la respectiva rebaja de la sanción aplicada por la Administración cuando su naturaleza así lo permita.

    Una compatibilidad de sanciones podrá aceptarse siempre que la penal y la administrativa traigan causa distinta por responder a diferentes desvalores, a lesiones de bienes jurídicos no coincidentes, y no solo por la finalidad diversa de una y otra. O, lo que es lo mismo, este principio se concreta en la prohibición de duplicidad de sanciones administrativas y penales respecto de los mismos hechos -salvo los casos, se opina, de relaciones de especial sujeción- siempre que exista la triple identidad descrita.

    Respecto de la circunstancia agravante de prevalimiento del carácter público del funcionario, se afirma que dicho carácter agrava la conducta de quien se aprovecha de su condición pública al margen de las funciones, actividades o jurisdicción que le son propias, pero utilizando la ventajosa situación en que éstas le colocan para ejecutar un hecho delictivo con mayor facilidad o menor riesgo. Se opina que su operatividad queda vedada tratándose de los delitos especiales caracterizados por ser sujeto activo de los mismos un funcionario público -como son los clásicos delitos funcionariales- acotándose el campo específico de empleo a hechos ilícitos que el agente realiza dentro de la esfera de actuación pública, pero fuera de su campo de atribuciones propias, casos en los que el funcionario se aprovecha de su oficio, pero no ¿abusa¿ de él, pues ejecuta el hecho en una actividad que cae fuera de su función específica: esto remite a los delitos comunes, o bien, a delitos especiales en los que se procede al margen de las propias competencias. Y tampoco será aplicable a delitos comunes en los que la ley prevea agravaciones específicas (subtipos agravados) cuando el sujeto activo fuere funcionario público y cometa aquél abusando de su oficio o cargo, elemento que pasa a integrar el tipo cualificado, tal como sucede con los artículos 222 y 438 CP.

    El elemento carácter público del sujeto debe interpretarse de la mano de lo que hoy entendemos tanto por función pública como por aquellos titulares de su desarrollo. No es que el sujeto se aproveche de un cargo que no se tiene, sino que se aprovecha de las facilidades que se desprenden del ¿ejercicio¿ de dicho cargo, que sí se desempeña. Así, la agravante no se justifica en razón del quebrantamiento de la ¿dignidad del cargo¿ que se ostenta, sino a la mayor facilidad de ejecución y aprovechamiento de las ventajas que de su ejercicio pueden desprenderse, sea que se trate de un funcionario público propiamente tal, o de un particular partícipe del ejercicio de la función pública.

    Respecto de la pena de inhabilitación absoluta y las inhabilitaciones especiales, únicamente pueden recibir esta sanción aquellos que cometieron el delito, facilitaron su comisión o que dada su proximidad a estas hipótesis se justifica abarcarlos por una sanción cuya naturaleza no se aleja mucho de la de una medida de seguridad. Llama la atención que pueda llegar a ser más de tres veces superior en extensión temporal a la pena de prisión, ambas consideradas en abstracto. Las funciones que cumpliría este complemento punitivo responden a razones de política criminal claramente discutibles. Así, a la función de intimidación se adiciona la de neutralización tan propia de nuestros tiempos, alejándose forzosamente al condenado del contexto social en el que ha nacido la ocasión del delito y excluyéndose la tan relevante valoración judicial respecto de su utilidad, pertinencia y duración, pues el mínimo a imponer son seis años de inhabilidad.

    Y el particular que se concertare con la autoridad o funcionario para defraudar en los términos del 436 CP recibirá -junto con la misma pena de prisión que se imponga a los primeros- la pena accesoria de prohibición de contratar con el sector público, así como la pérdida de la posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y del derecho de gozar de beneficios o incentivos fiscales y de la Seguridad Social. Se trata también de una suerte de inhabilitación para el particular, respondiendo esta pena accesoria a la intención legislativa de evitar que beneficios, ayudas y recursos públicos sean percibidos por aquellos que previamente han perjudicado al erario público, situación que demuestra claros tintes retributivos. Asimismo, vemos que se pretende inocuizar al responsable vedándole todo acceso a los beneficios otorgados por la Administración y a la posibilidad de contratar o relacionarse jurídicamente con ella, lo demuestra estar frente a un fenómeno de prevención especial. Por último, y a propósito del comiso, por no contar con la naturaleza de una auténtica pena, su fundamento no radica en el principio de culpabilidad ni en el de peligrosidad criminal, sino en el de peligrosidad objetiva de la cosa. El comiso se orienta a impedir que la cosa sea utilizada en el futuro para la comisión de delitos, opinándose que ello responde a su carácter de medida administrativa o de naturaleza civil. Confirma lo recién dicho el artículo 127.4 CP, norma que autoriza al juez para disponer el comiso ¿aun cuando no se imponga pena a alguna persona por estar exenta de responsabilidad criminal o haberse ésta extinguido, en este último caso, siempre que quede demostrada la situación patrimonial ilícita¿. Sobre lo recién dicho, la LO 5/2010 incorporó un párrafo segundo al artículo 127.1, por el que se ordena al órgano jurisdiccional ¿ampliar el decomiso a los efectos, bienes, instrumentos y ganancias procedentes de actividades delictivas cometidas en el marco de una organización o grupo criminal o terrorista, o de un delito de terrorismo¿. Esto significa en la práctica, entre otras consideraciones, que los casos de comiso específicos tradicionalmente previstos por el legislador penal han sido agregados al tratamiento general de esta figura, presumiéndose que el patrimonio de cada uno de los condenados por las recién mencionadas categorías de ilícitos proviene de tales actividades cuando alcancen un valor desproporcionado con respecto a los ingresos legalmente obtenidos por estas mismas personas.


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