Si tuviéramos que establecer una correspondencia entre los términos “hombre” y “cueva”, apuntaríamos a la Prehistoria como punto de encuentro entre ambos. Bien es cierto que, durante ese periodo, el hombre se sirvió de cavidades naturales como lugar de hábitat ocasional y permanente, como espacios cultuales y sepulcrales y, desde una perspectiva contemporánea, como soporte de manifestaciones artísticas. Pero la ocupación en cuevas naturales no se limita a esta etapa cronológica ni solamente a los lugares que “el hombre bárbaro utilizó tal como la Naturaleza [se las] presentaba”, como decía Lampérez y Romea, su uso no termina con la invención de la escritura, sino que va mucho más allá en el tiempo, atendiendo a todo tipo de razones y circunstancias.
Quien diría que la desarrollada civilización romana utilizó estos espacios tan “primitivos” para fines religiosos y sepulcrales, como lugares de almacenamiento o refugios agropecuarios ocasionales.
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