La lectura de un texto será un acto singularmente humilde, porque habrá que aceptar la incertidumbre de andar expuesto a la intemperie del desierto, a ese desierto y desviación en que consiste, como indica Octavio Paz, la poesía, «ese signo errante de un tiempo también errante». Leer supone internarse en un laberinto para encontrar allí lo que íbamos buscando sin saberlo siquiera. Si la lectura no nos da la presencia, nos ofrece, en cambio, su inminencia y proximidad. Nos permite alcanzar, además, lo único que la palabra puede darnos, a saber: no la cosa misma, sino su estela, el movimiento de su aparición y desaparición.
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