Pedro Antonio Eduardo Gutiérrez (coord.), Luis Méndez Francisco (coord.)
El 21 de diciembre de 1511, el cuarto domingo de Adviento, fray Antón de Montesino pronunció en Santo Domingo un sermón en el que denunció el abuso y la opresión a que estaban siendo sometidos los aborígenes en el marco del recién iniciado proceso colonizador del Nuevo Mundo. Su argumentación no podía ser más contundente y más fértil para la emergente mentalidad de la Modernidad que entonces comenzaba a fraguarse: los indios también eran hombres y tenían almas racionales como los conquistadores. Al poner en igualdad de dignidad a colonizados y colonizadores, al reconocer su común condición humana y al recordar el llamado cristiano a la caridad, el fraile dominico dio inicio a una serie de consideraciones éticas, políticas y jurídicas que más de cuatrocientos años después darían lugar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, conjunto de normas esenciales que parten del reconocimiento de que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos". Esta constatación fundamental es un logro, pero no es suficiente en un mundo signado por el poder, en un mundo que cada día refina y perfecciona y sutiliza más sus instrumentos de dominación. Dado que un derecho no es nada si los demás no tienen el deber de reconocerlo, y dado que nuestras sociedades se hacen cada vez más plurales y multiculturales, resulta indispensable construir y fortalecer la conciencia de las obligaciones y del respeto que cada uno de nosotros debe tener para con el otro, independientemente de cuán diferente sea. Ello solo es posible a través de una educación generalizada desde y para el amor.
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