La Guerra Civil ocasionó cerca de medio millón de víctimas, la mayoría varones y una parte de ellos casados con hijos pequeños. La desaparición de los padres dejó un importante número de huérfanos a los que atender. Aquellas familias que tenían medios económicos suficientes superaron el trance, más allá del dolor, sin dificultades. Pero casi todas las víctimas mortales del conflicto eran personas de limitados o nulos medios económicos. Al faltar el cabeza de familia, el único que allegaba recursos, la tarea de lograr la subsistencia se convertía en problemática. La Beneficencia pública y privada debió llevar a cabo un ingente esfuerzo para atender a tanto indigente. Pero la empresa resultaba demasiado gigantesca y superaba la capacidad de actuación de aquellas instancias.
El Estado, que muy lentamente transitaba del individualismo liberal al intervencionismo característico de lo que sería el futuro modelo del bienestar, debió tomar medidas de diferente calado para hacer frente a la urgente labor asistencial, en un contexto de graves dificultades financieras. Desde el primer momento del conflicto en ambas zonas se improvisaron medidas para atender a los familiares de los adictos. Acabada la guerra, el régimen de Franco siguió recurriendo a los expedientes benéficos que venía utilizando en su zona, sistematizándolos.
Pero junto a este tipo de actuación se trató de trascender el planteamiento caritativo, equiparando en las ayudas estatales a todos los españoles, independientemente del bando al que se había pertenecido. Se intentaba superar la tradicional afrentosa discriminación ideológica, haciendo a los huérfanos, al margen de consideraciones políticas, partícipes de los mismos derechos. Esta sería la tarea encomendada al Decreto de 23 de noviembre de 1940
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