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Resumen de La población rural de España: de los desequilibrios a la sostenibilidad social

Luis Camarero (coord.), Fátima Cruz Souza, Manuel Tomás González Fernández, Julio Alfonso del Pino Artacho, Jesús Oliva Serrano, Rosario Sampedro Gallego

  • Mientras los niveles de vida y las condiciones socioeconómicas de las áreas rurales experimentan mejoras significativas siguen observándose importantes desequilibrios sociales que condicionan su sostenibilidad futura. El estudio examina, desde la cotidianidad de la vida de las poblaciones rurales, los distintos problemas que dificultan un desarrollo socialmente armónico. A partir de un amplio análisis estadístico, que incluye una encuesta representativa de la población rural española, y del análisis de entrevistas en profundidad, se han detectado tres grandes ejes que determinan la evolución de las poblaciones rurales: desequilibrios demográficos, desigualdades de género y diferencias en el acceso a la movilidad. Los desequilibrios demográficos, particularmente el envejecimiento y la masculinización del medio rural, inciden en dos de los grandes retos que se deben afrontar: la gestión de la dependencia y la igualdad entre hombres y mujeres. Por su parte, las desigualdades de género dificultan la vida productiva y reproductiva del medio rural; hacen recaer sobre las mujeres responsabilidades sin retribución y comprimen las posibilidades de realización de las mismas. Finalmente, la movilidad determina, por una parte, el asentamiento de nuevos residentes, atraídos por el mundo rural como entorno residencial, y, por otra, la vida cotidiana de las poblaciones rurales, crecientemente marcada por las posibilidades de movilidad dentro de entornos territoriales cada vez más permeables y difusos.

    En términos generales, la estructura demográfica del medio rural español se caracteriza por graves desequilibrios, que se sitúan en la base de muchos de los problemas sociales que aquejan a la población rural. Estos desequilibrios tienen su origen en los episodios emigratorios de los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX y han sido alimentados por otros factores como el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la natalidad. Al recorrer estos procesos demográficos, encontramos que, como resultado de estos desequilibrios, hay una generación �un grupo de hombres y mujeres nacidos en la misma época� que constituye el centro de gravedad de las actuales poblaciones rurales. Un colectivo que, por su ciclo vital, se encuentra en esa etapa compleja donde las obligaciones y los compromisos de producción son tan importantes e intensos como la reproducción y la atención a los demás. Este grupo de hombres y mujeres que nacieron entre 1958 y 1977 son, por contraste, muchos en relación a los escasos contingentes de las generaciones inmediatamente anteriores y posteriores. Los mayores de 50 años son menos numerosos porque protagonizaron el éxodo rural y los menores de 30 forman un grupo reducido debido a la caída de la fecundidad. Los nacidos entre 1958 y 1977 constituyen, por tanto, el grupo mayoritario de las poblaciones rurales y tienen a su cargo a una población envejecida. Por ello se le ha denominado «generación soporte».

    La masculinización rural constituye uno de los principales factores que dificultan la sostenibilidad social de las áreas rurales. Resulta especialmente acusada en aquellas edades en que las mujeres son más necesarias desde el punto de vista de su contribución a la actividad económica y a la formación de familias. La mayor emigración femenina ha tenido que ver tradicionalmente con el papel subsidiario e invisible que las mujeres desempeñan en las economías rurales de base familiar y con unos mercados de trabajo asalariado muy restringidos a nivel local. El entorno urbano ha proporcionado oportunidades más atractivas de inserción laboral y movilidad social, a las que muchas mujeres de origen rural han accedido a través de la educación. Esta situación redunda en las formas de convivencia y residencia. Pese a seguir los procesos de transformación de los hogares comunes a toda la sociedad (reducción del número de miembros del hogar y pluralidad de formas de convivencia), las poblaciones rurales presentan elementos distintivos como efecto del envejecimiento y la masculinización. Particularmente, la generación soporte presenta diferencias significativas en la formación de hogares por parte de mujeres y hombres, mostrando un preocupante panorama en el caso de los segundos, mucho más vinculados a los hogares de origen o a la vida en solitario.

    El envejecimiento, común a las sociedades avanzadas, es particularmente elevado en el medio rural, llegando el porcentaje de mayores de 70 años al 16,4%, frente al 12,6% del conjunto de la población. El sobreenvejecimiento rural genera elevadas tasas de discapacidad. Se estima que alrededor de 750.000 habitantes rurales pueden considerarse grandes dependientes, que no tienen capacidad para valerse por sí mismos y no pueden desplazarse de forma autónoma fuera del domicilio. A esta situación, que se produce también en el ámbito urbano, se le debe añadir la gran dispersión del hábitat, de las infraestructuras y de los servicios asistenciales del entorno rural, y que provocan que el cuidado de los dependientes se gestione mayoritariamente en el ámbito doméstico y familiar, dificultando la emancipación residencial y las trayectorias laborales de la población rural, especialmente de las mujeres.

    La carga de la dependencia recae fundamentalmente en la generación soporte. Aunque, en términos globales, se estima que por cada dependiente hay cuatro miembros de la generación soporte, esta relación varía según el territorito, llegando a situaciones muy adversas en el Noroeste de la Península, con dos miembros por cada dependiente. La atención de la dependencia, aunque centrada en el ámbito doméstico, no se circunscribe a éste sino que se nutre de redes de prestación de ayuda familiar ajenas al hogar. En el caso de las mujeres, la atención de la dependencia dificulta su inserción laboral, como prueba el hecho de que el 30,8% de las mujeres con dependientes se hallen inactivas, frente al 19,1% de las mujeres sin dependientes y el 2,5% de los hombres con dependientes. Además de las personas mayores, los niños también aumentan los porcentajes de dependientes del ámbito rural. Casi la mitad (el 45,6%) de los menores de 6 años están únicamente a cargo de la familia y sólo la cuarta parte (el 22,5%) van a la guardería.

    Las desigualdades de género no son patrimonio rural; tampoco es cierto que sean más intensas en las áreas rurales que en las urbanas. Son sólo más visibles y sus efectos, en combinación con los desequilibrios anteriores, potencian su incidencia en la vida comunitaria. Los cambios sociales en el ámbito rural han conllevado una pluralidad de estilos de vida que, sin embargo, siguen mostrando la persistencia de desigualdades de género. En el ámbito doméstico, la práctica de la doble jornada (laboral y doméstica) por parte de las mujeres evidencia las dificultades de una conciliación entre la vida laboral y familiar equitativa. En el terreno laboral, piedra de toque de la autonomía, a través de la independencia económica, las mujeres también sufren desigualdades, que deben superar con esfuerzos redoblados, mediante estrategias de movilidad o aceptando la precarización, frente a la solidez de los modelos laborales locales centrados en los hombres.

    Desde los años ochenta se viene observando la neutralización de los movimientos emigratorios en las áreas rurales y el papel cada vez más importante, en términos cuantitativos y cualitativos, de los nuevos residentes. Un 17% de los habitantes rurales llevan menos de cinco años en la localidad y en torno a un tercio ha tenido experiencias de movilidad residencial significativas a lo largo de su vida. La generación soporte incrementa su importancia demográfica con ellos y amplía su capacidad de reproducción con la formación de nuevas familias. Sin embargo, al estar plenamente integrados en los mercados laborales extralocales y tener menos lazos sociales con la localidad, no asumen en igual medida que los autóctonos las cargas de la dependencia.

    En la última década, ha habido un significativo aumento (del 2,8% en 2001 al 6,7% en 2007) de la población extranjera en las áreas rurales. La causa es diversa -migraciones de retiro o de retorno conviven con migraciones económicas y de reagrupamiento familiar- y plantea un panorama heterogéneo. Mientras que los emigrantes procedentes de países de la UE-15 muestran cierta desconexión de los mercados de trabajo locales, los procedentes de fuera de la UE-15 se encuentran vinculados laboralmente al espacio rural, aunque sólo sea de forma temporal. Las consecuencias sobre el medio rural son ambivalentes, pues si por un lado estas migraciones están reforzando procesos como el de la masculinización, también pueden revitalizar el medio a través de la formación de nuevos hogares.

    Si la movilidad es una nota característica de las sociedades avanzadas, en el contexto rural, su importancia resulta decisiva en la gestión de la vida cotidiana, catalizando no pocas desigualdades, especialmente en torno al acceso a la automovilidad (movilidad en vehículos privados). Por una parte, se dan importantes diferencias entre los nuevos y los viejos pobladores, que se incrementan al cruzarse con otros vectores de desigualdad como, por ejemplo, el sexo y la edad, conformando bolsas de personas inmóviles o de movilidad precaria, como algunas mujeres y los ancianos. Por otra parte, se muestra el esfuerzo que realiza la generación soporte para la sostenibilidad rural a través de la gestión de la movilidad, sobre la que se configuran multitud de tareas de atención a la dependencia. Finalmente, la movilidad desempeña un papel estratégico en el arraigo de numerosos grupos rurales, como los jóvenes, las mujeres, los profesionales, etcétera. De este modo, la movilidad permite superar algunos de los escollos que presentan los mercados de trabajo locales, como las relaciones de trabajo subordinadas, la dependencia de empleadores locales y las limitadas posibilidades de autoempleo.


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