La vieja Historia griega y la historia magistra vitae ciceroniana exhalan un extraño aroma de eternidad, de negación del tiempo crónico con el fin de ubicar los acontecimientos en su sitio: el eón o aevum, la duración para siempre (de donde deriva nuestra eternidad. Esta paradoja clásica-que la historia como disciplina y narración impida la conciencia de la historia como vida que inscribe su sentido en sus propios avatares- se ve correspondida, tras la fusión del cristianismo con la Modernidad, con una paradoja inversa: aquí es justamente la convicción exacerbada de la historicidad de las criaturas, la idea de estar expuestos mortalmente al tiempo la que impedirá la constitución de la narración histórica, despachada como descripción de un mundus fabulusus y sustituida por una Filosofía de la Historia que habría de ser paralela en su exactitud y predictibilidad a la Filosofía Natural. Sólo en aquel destello genial e irrepetible constituido por la conjunción del romanticismo (Herder) y el idealismo (Kant, Hegel) se unirán de modo indisoluble historia como acontecer e Historia como disciplina. El sitio común a ambas vendrá dado por una razón capaz de soportar en su seno todo el dolor del mundo. En este ensayo se postula no la impasible vuelta de tal conjunción, sino la fuerza para convivir en un multiverso en ruinas, a la sombra del espectro de aquellas ingentes construcciones.
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