Se ha hablado mucho ya de una norma que ha apurado el mes de julio para salir publicada. Una parte importante de todo lo dicho se ha dedicado a criticar el contenido y pretensiones de la misma. La polémica, por tanto, ha acompañado a este Reglamento desde el inicio de su tramitación y es probable que se mantenga a su lado ahora que ya es una realidad, si bien entra en vigor recortada en sus puntos más sensibles, como apuntaba la última Propuesta.
El Reglamento de Restauración es la última gran pieza, hasta ahora, del puzle con el que la Comisión Europea viene armando y poniendo en práctica los compromisos para la Unión y sus Estados señalados a través del Pacto Verde Europeo. La neutralidad climática y la transformación de toda la economía europea están, por tanto, detrás de esta norma. La clave de bóveda sobre la que se apoya esta norma para avanzar en esa lucha contra el cambio climático es la biodiversidad y sus ecosistemas; si bien la política ambiental diseñada por el Pacto Verde es esencialmente climática, la biodiversidad se erige como pieza clave en la misma por ser un recurso natural esencial para avanzar en la lucha contra el cambio climático. La absorción de emisiones que la fauna y flora, terrestre, acuática o marina, pueden realizar resulta ser esencial para alcanzar la ansiada neutralidad en 2050 y esto es lo que pretende garantizar el Reglamento.
Antes de entrar a analizar las herramientas propuestas por el Reglamento para alcanzar dichos objetivos, es necesario hacer mención a su propia naturaleza jurídica, pues resulta –aunque cada vez menos- llamativa. Esta restauración de los ecosistemas degradados de toda la Unión Europea se impone por medio de un Reglamento y no una Directiva, como dictaría la lógica en el caso de una materia compartida con los Estados como es esta, más aún en un ámbito tan particular y propio de cada región como es el ambiental, cuyo mejor tratamiento requiere de la flexibilidad que ofrece la Directiva, frente a la rigidez del Reglamento. No obstante, dicho esto, la norma otorga un margen de adaptación amplio a los Estados miembros a la hora de aplicar las obligaciones impuestas y alcanzar los compromisos determinados en ella a lo largo de todo su articulado, lo que de fondo desvirtúa, en parte, la propia naturaleza y características de un Reglamento.
Los antecedentes que nutren la norma son claros: la Estrategia sobre Biodiversidad de aquí a 2030 diseñada en aplicación del Pacto Verde Europeo marcaba ya entonces las bases del presente Reglamento. Ahí se señalaba la necesidad de «incrementar la cobertura de zonas terrestres y marítimas protegidas con gran diversidad a partir de la red Natura 2000, (…) mejorar los ecosistemas dañados y restablecer su buen estado ecológico, incluidos los ecosistemas ricos en carbono, (…) ofrecer propuestas para hacer más ecológicas las ciudades europeas e incrementar la biodiversidad en los espacios urbanos». Esta Estrategia determinaba ya el compromiso de conferir protección jurídica, al menos, al 30 % de la superficie terrestre y marina de la Unión y establecía la obligación de velar por que no se produzca ningún deterioro en las tendencias y el estado de conservación de las especies y los hábitats protegidos y que al menos el 30 % de las especies y hábitats que en la actualidad no presenten un estado favorable alcancen ese estado o muestren una decidida tendencia positiva hacia dicho estado de aquí a 2030». Ese respaldo jurídico es el que pretende aportar ahora la presente norma, si bien los primeros recortes aparecen en este punto cuando el objeto del Reglamento (art. 1) rebaja el anterior porcentaje a, al menos, el 20% de la superficie, determinando la obligación para los Estados de establecer «medidas de restauración efectivas y basadas en la superficie al objeto de abarcar conjuntamente como objetivo de la Unión en las zonas y ecosistemas incluidos en el ámbito de aplicación del presente Reglamento, al menos el 20 % de las zonas terrestres y al menos el 20 % de las zonas marítimas de aquí a 2030 y todos los ecosistemas que necesiten restauración de aquí a 2050».
A tal efecto, se proponía en dicha Estrategia una adaptación de todas las políticas de la Unión para que contribuyan al alcance de estos objetivos, favoreciendo la preservación y recuperación del capital natural de Europa; para ello, ya hemos ido apreciando cambios en políticas europeas importantes y muy relacionadas con esta biodiversidad como han sido la pesquera o la PAC, la cual ya ha generado sus propias polémicas en este tiempo. Asimismo, como dentro de todos estos fines y medidas que pretenden una recuperación y protección de la biodiversidad global, los ecosistemas forestales y los marinos ocupan una posición preminente, la preparación de este Reglamento también ha conllevado previamente la actualización de la Estrategia Forestal de la Unión o el avance en la aprobación del Tratado Global de los Océanos.
El presente Reglamento, con sus 28 artículos, es, por tanto, la norma que acoge y sostiene todos esos fines dirigidos a reforzar la biodiversidad europea, como arma esencial en la lucha contra el cambio climático. A tal efecto, los objetivos que se impone el Reglamento en su art. 1 son: «la recuperación a largo plazo y sostenida de unos ecosistemas ricos en biodiversidad y resilientes en todas las zonas terrestres y marinas de los Estados miembros mediante la restauración de los ecosistemas degradados; b) la consecución de los objetivos generales de la Unión en materia de mitigación del cambio climático, la adaptación a este y la neutralidad en la degradación de las tierras; c) la mejora de la seguridad alimentaria; d) el cumplimiento de los compromisos internacionales de la Unión».
Con la Estrategia y, ahora, con el Reglamento la Unión, como bien viene a decir SANZ RUBIALES,[1] entona un mea culpa y reconoce que la prevención, hasta ahora adalid del Derecho ambiental, ha fallado por lo que comienza la etapa en la que la protagonista es la reparación; concretamente, el Reglamento habla de restauración, que define en su art. 3.3. como «el proceso de contribuir activa o pasivamente a la recuperación de un ecosistema para mejorar su estructura y funciones, con el objetivo de conservar o aumentar la biodiversidad y la resiliencia del ecosistema, mediante la mejora de una zona de un tipo de hábitat hasta que se encuentre en buena condición, el restablecimiento de un área favorable de referencia y la mejora del hábitat de una especie hasta alcanzar una calidad y cantidad suficientes (…)».
Esta restauración deberá ser desarrollada en el territorio de los Estados miembros y sus aguas (art. 2) sobre los ecosistemas señalados en la propia norma (arts. 4 a 12). El Reglamento impone obligaciones u objetivos específicos de restauración sobre seis tipos determinados de ecosistemas, tanto terrestres, como costeros y de agua dulce (art. 4); y lo harán sobre hábitats de especies determinadas, indicadas en sus anexos, así como de aves silvestres, en general. Las seis modalidades de ecosistemas expresamente atendidos por la propuesta son, específicamente, los marinos (art. 5), urbanos (art. 8), los ríos (art. 9), aquellos con poblaciones de polinizadores (art. 10), los agrícolas (art. 11) –sobre los cuales se centró gran parte de la polémica en fase de tramitación- y los forestales (art. 12). Sobre todos ellos los Estados miembros tendrán la obligación de designar zonas protegidas que tomarían como modelo a lo hecho ya para la creación de la Red Natura 2000 y se sumarían a ella, completando así el entramado ecosistémico protegido de la Unión Europea y vinculando a este Reglamento con un gran dúo, que lleva décadas ordenando la protección a la biodiversidad en la Unión Europea, como son la Directiva Aves y la de Hábitats.[2] Junto a estas obligaciones específicas se recoge una general –y peculiar- consistente en plantar, al menos, la mareante cifra de 3.000.000.000 (tres mil millones) de árboles en la Unión. Esperemos que semejante compromiso, que requiere de un cuidadoso desarrollo, se adopte de forma proporcionada y adecuada a las necesidades y capacidades de cada ecosistema, como parece apuntar el propio texto (art. 13) y que no termine por convertirse más en un problema que una solución. Completan esta parte del Reglamento dos excepciones a los niveles de protección exigidos sobre estos ecosistemas en atención a necesidades de desarrollo de la política energética de la Unión (art. 6) o la defensa nacional (art. 7). En este sentido, el art. 6 declara de interés público superior la «planificación, construcción y explotación de instalaciones para la producción de energía a partir de fuentes renovables, su conexión a la red y la propia red correspondiente y activos de almacenamiento conexos presentan un interés público superior» desarrollada fuera de espacios Red Natura. La urgencia actual en materia energética hace que estos proyectos puedan ser eximidos «del requisito de no disponer de soluciones alternativas menos perjudiciales» siempre y cuando sean sometidos a la evaluación ambiental que corresponda (no dice nada sobre el resultado de esta) y que únicamente puedan ser restringidos por los Estados miembros en determinadas circunstancias, debidamente motivadas a la Comisión Europea.
Como se apuntaba ya también desde la Estrategia, todo lo dicho hasta ahora tendrá como soporte material al más habitual de la regulación ambiental contemporánea: un plan, el Plan Nacional de Restauración, a cuya conformación y desarrollo dedica todo el Capítulo III el Reglamento (arts. 14 a 19). Conforme establece este, cada Estado miembro deberá elaborar su propio plan nacional de restauración, a más tardar en septiembre de 2026 (art. 16), en el cual deberá recoger un minucioso estudio de su territorio, del que surja una panorámica general del estado en que se encuentran sus ecosistemas y, sobre esa base, determinar las zonas de protección que sean necesarias, complementarias a la Red Natura, así como las medidas a tomar en cada caso (art. 14). Cada plan será evaluado y revisado periódicamente por la Comisión (art. 17) y los propios Estados (art. 19) y deberá ser creado con la pretensión de abarcar el período completo de obligaciones establecido por el Reglamento, es decir, hasta 2050, si bien se van estableciendo plazos, medidas y revisiones intermedias (art. 15). Estos planes deberán interaccionar debidamente y respetando otros paralelos como los planes estratégicos de la PAC (art. 15.5) o la política pesquera (PPC, art. 18) recordando la necesaria coordinación que se debe alcanzar entre todas las políticas europeas, especialmente aquellas con mayor incidencia en estos ecosistemas, como se apuntaba al inicio de este comentario.
En el Se ha hablado mucho ya de una norma que ha apurado el mes de julio para salir publicada. Una parte importante de todo lo dicho se ha dedicado a criticar el contenido y pretensiones de la misma. La polémica, por tanto, ha acompañado a este Reglamento desde el inicio de su tramitación y es probable que se mantenga a su lado ahora que ya es una realidad, si bien entra en vigor recortada en sus puntos más sensibles, como apuntaba la última Propuesta.
El Reglamento de Restauración es la última gran pieza, hasta ahora, del puzle con el que la Comisión Europea viene armando y poniendo en práctica los compromisos para la Unión y sus Estados señalados a través del Pacto Verde Europeo. La neutralidad climática y la transformación de toda la economía europea están, por tanto, detrás de esta norma. La clave de bóveda sobre la que se apoya esta norma para avanzar en esa lucha contra el cambio climático es la biodiversidad y sus ecosistemas; si bien la política ambiental diseñada por el Pacto Verde es esencialmente climática, la biodiversidad se erige como pieza clave en la misma por ser un recurso natural esencial para avanzar en la lucha contra el cambio climático. La absorción de emisiones que la fauna y flora, terrestre, acuática o marina, pueden realizar resulta ser esencial para alcanzar la ansiada neutralidad en 2050 y esto es lo que pretende garantizar el Reglamento.
Antes de entrar a analizar las herramientas propuestas por el Reglamento para alcanzar dichos objetivos, es necesario hacer mención a su propia naturaleza jurídica, pues resulta –aunque cada vez menos- llamativa. Esta restauración de los ecosistemas degradados de toda la Unión Europea se impone por medio de un Reglamento y no una Directiva, como dictaría la lógica en el caso de una materia compartida con los Estados como es esta, más aún en un ámbito tan particular y propio de cada región como es el ambiental, cuyo mejor tratamiento requiere de la flexibilidad que ofrece la Directiva, frente a la rigidez del Reglamento. No obstante, dicho esto, la norma otorga un margen de adaptación amplio a los Estados miembros a la hora de aplicar las obligaciones impuestas y alcanzar los compromisos determinados en ella a lo largo de todo su articulado, lo que de fondo desvirtúa, en parte, la propia naturaleza y características de un Reglamento.
Los antecedentes que nutren la norma son claros: la Estrategia sobre Biodiversidad de aquí a 2030 diseñada en aplicación del Pacto Verde Europeo marcaba ya entonces las bases del presente Reglamento. Ahí se señalaba la necesidad de «incrementar la cobertura de zonas terrestres y marítimas protegidas con gran diversidad a partir de la red Natura 2000, (…) mejorar los ecosistemas dañados y restablecer su buen estado ecológico, incluidos los ecosistemas ricos en carbono, (…) ofrecer propuestas para hacer más ecológicas las ciudades europeas e incrementar la biodiversidad en los espacios urbanos». Esta Estrategia determinaba ya el compromiso de conferir protección jurídica, al menos, al 30 % de la superficie terrestre y marina de la Unión y establecía la obligación de velar por que no se produzca ningún deterioro en las tendencias y el estado de conservación de las especies y los hábitats protegidos y que al menos el 30 % de las especies y hábitats que en la actualidad no presenten un estado favorable alcancen ese estado o muestren una decidida tendencia positiva hacia dicho estado de aquí a 2030». Ese respaldo jurídico es el que pretende aportar ahora la presente norma, si bien los primeros recortes aparecen en este punto cuando el objeto del Reglamento (art. 1) rebaja el anterior porcentaje a, al menos, el 20% de la superficie, determinando la obligación para los Estados de establecer «medidas de restauración efectivas y basadas en la superficie al objeto de abarcar conjuntamente como objetivo de la Unión en las zonas y ecosistemas incluidos en el ámbito de aplicación del presente Reglamento, al menos el 20 % de las zonas terrestres y al menos el 20 % de las zonas marítimas de aquí a 2030 y todos los ecosistemas que necesiten restauración de aquí a 2050».
A tal efecto, se proponía en dicha Estrategia una adaptación de todas las políticas de la Unión para que contribuyan al alcance de estos objetivos, favoreciendo la preservación y recuperación del capital natural de Europa; para ello, ya hemos ido apreciando cambios en políticas europeas importantes y muy relacionadas con esta biodiversidad como han sido la pesquera o la PAC, la cual ya ha generado sus propias polémicas en este tiempo. Asimismo, como dentro de todos estos fines y medidas que pretenden una recuperación y protección de la biodiversidad global, los ecosistemas forestales y los marinos ocupan una posición preminente, la preparación de este Reglamento también ha conllevado previamente la actualización de la Estrategia Forestal de la Unión o el avance en la aprobación del Tratado Global de los Océanos.
El presente Reglamento, con sus 28 artículos, es, por tanto, la norma que acoge y sostiene todos esos fines dirigidos a reforzar la biodiversidad europea, como arma esencial en la lucha contra el cambio climático. A tal efecto, los objetivos que se impone el Reglamento en su art. 1 son: «la recuperación a largo plazo y sostenida de unos ecosistemas ricos en biodiversidad y resilientes en todas las zonas terrestres y marinas de los Estados miembros mediante la restauración de los ecosistemas degradados; b) la consecución de los objetivos generales de la Unión en materia de mitigación del cambio climático, la adaptación a este y la neutralidad en la degradación de las tierras; c) la mejora de la seguridad alimentaria; d) el cumplimiento de los compromisos internacionales de la Unión».
Con la Estrategia y, ahora, con el Reglamento la Unión, como bien viene a decir SANZ RUBIALES,[1] entona un mea culpa y reconoce que la prevención, hasta ahora adalid del Derecho ambiental, ha fallado por lo que comienza la etapa en la que la protagonista es la reparación; concretamente, el Reglamento habla de restauración, que define en su art. 3.3. como «el proceso de contribuir activa o pasivamente a la recuperación de un ecosistema para mejorar su estructura y funciones, con el objetivo de conservar o aumentar la biodiversidad y la resiliencia del ecosistema, mediante la mejora de una zona de un tipo de hábitat hasta que se encuentre en buena condición, el restablecimiento de un área favorable de referencia y la mejora del hábitat de una especie hasta alcanzar una calidad y cantidad suficientes (…)».
Esta restauración deberá ser desarrollada en el territorio de los Estados miembros y sus aguas (art. 2) sobre los ecosistemas señalados en la propia norma (arts. 4 a 12). El Reglamento impone obligaciones u objetivos específicos de restauración sobre seis tipos determinados de ecosistemas, tanto terrestres, como costeros y de agua dulce (art. 4); y lo harán sobre hábitats de especies determinadas, indicadas en sus anexos, así como de aves silvestres, en general. Las seis modalidades de ecosistemas expresamente atendidos por la propuesta son, específicamente, los marinos (art. 5), urbanos (art. 8), los ríos (art. 9), aquellos con poblaciones de polinizadores (art. 10), los agrícolas (art. 11) –sobre los cuales se centró gran parte de la polémica en fase de tramitación- y los forestales (art. 12). Sobre todos ellos los Estados miembros tendrán la obligación de designar zonas protegidas que tomarían como modelo a lo hecho ya para la creación de la Red Natura 2000 y se sumarían a ella, completando así el entramado ecosistémico protegido de la Unión Europea y vinculando a este Reglamento con un gran dúo, que lleva décadas ordenando la protección a la biodiversidad en la Unión Europea, como son la Directiva Aves y la de Hábitats.[2] Junto a estas obligaciones específicas se recoge una general –y peculiar- consistente en plantar, al menos, la mareante cifra de 3.000.000.000 (tres mil millones) de árboles en la Unión. Esperemos que semejante compromiso, que requiere de un cuidadoso desarrollo, se adopte de forma proporcionada y adecuada a las necesidades y capacidades de cada ecosistema, como parece apuntar el propio texto (art. 13) y que no termine por convertirse más en un problema que una solución. Completan esta parte del Reglamento dos excepciones a los niveles de protección exigidos sobre estos ecosistemas en atención a necesidades de desarrollo de la política energética de la Unión (art. 6) o la defensa nacional (art. 7). En este sentido, el art. 6 declara de interés público superior la «planificación, construcción y explotación de instalaciones para la producción de energía a partir de fuentes renovables, su conexión a la red y la propia red correspondiente y activos de almacenamiento conexos presentan un interés público superior» desarrollada fuera de espacios Red Natura. La urgencia actual en materia energética hace que estos proyectos puedan ser eximidos «del requisito de no disponer de soluciones alternativas menos perjudiciales» siempre y cuando sean sometidos a la evaluación ambiental que corresponda (no dice nada sobre el resultado de esta) y que únicamente puedan ser restringidos por los Estados miembros en determinadas circunstancias, debidamente motivadas a la Comisión Europea.
Como se apuntaba ya también desde la Estrategia, todo lo dicho hasta ahora tendrá como soporte material al más habitual de la regulación ambiental contemporánea: un plan, el Plan Nacional de Restauración, a cuya conformación y desarrollo dedica todo el Capítulo III el Reglamento (arts. 14 a 19). Conforme establece este, cada Estado miembro deberá elaborar su propio plan nacional de restauración, a más tardar en septiembre de 2026 (art. 16), en el cual deberá recoger un minucioso estudio de su territorio, del que surja una panorámica general del estado en que se encuentran sus ecosistemas y, sobre esa base, determinar las zonas de protección que sean necesarias, complementarias a la Red Natura, así como las medidas a tomar en cada caso (art. 14). Cada plan será evaluado y revisado periódicamente por la Comisión (art. 17) y los propios Estados (art. 19) y deberá ser creado con la pretensión de abarcar el período completo de obligaciones establecido por el Reglamento, es decir, hasta 2050, si bien se van estableciendo plazos, medidas y revisiones intermedias (art. 15). Estos planes deberán interaccionar debidamente y respetando otros paralelos como los planes estratégicos de la PAC (art. 15.5) o la política pesquera (PPC, art. 18) recordando la necesaria coordinación que se debe alcanzar entre todas las políticas europeas, especialmente aquellas con mayor incidencia en estos ecosistemas, como se apuntaba al inicio de este comentario.
En el caso español, sobre la base de las competencias compartidas entre el Estado y las Comunidades Autónomas establecidas en el artículo 149.1.23 de la Constitución, la elaboración de estos planes nacionales corresponderá a la Administración del Estado, pero su ejecución sería más compleja, pues quedaría en manos de las Comunidades Autónomas, con carácter general, salvo cuestiones específicas en las que resulta competente el propio Estado (dominio público marítimo-terrestre y biodiversidad marina) o los Organismos de Cuenca (para los ríos cuyas aguas transiten por el territorio de más de una Comunidad Autónoma).
Completan este Reglamento de Restauración de la Naturaleza seis anexos con indicaciones específicas para alcanzar dicha restauración en los ecosistemas terrestres, costeros y de agua dulce (anexo I), ecosistemas marinos (anexo II) y ciertas especies marinas (anexo III), una lista de indicadores de biodiversidad para los problemáticos sistemas agrícolas (anexo IV) y el índice de aves comunes ligadas a esos medios agrarios (anexo V). Termina el mismo con un anexo VI en el que se propone un listado de ejemplos de medidas de restauración que los Estados pueden introducir en sus planes nacionales de restauración.
Todo ello siempre se deberá realizar con el objetivo último de, no se olvide, recuperar los servicios ambientales de una biodiversidad que además debe reforzarse y hacerse resiliente, para que sirva a la lucha contra el cambio climático, especialmente como sumidero de carbono.español, sobre la base de las competencias compartidas entre el Estado y las Comunidades Autónomas establecidas en el artículo 149.1.23 de la Constitución, la elaboración de estos planes nacionales corresponderá a la Administración del Estado, pero su ejecución sería más compleja, pues quedaría en manos de las Comunidades Autónomas, con carácter general, salvo cuestiones específicas en las que resulta competente el propio Estado (dominio público marítimo-terrestre y biodiversidad marina) o los Organismos de Cuenca (para los ríos cuyas aguas transiten por el territorio de más de una Comunidad Autónoma).
Completan este Reglamento de Restauración de la Naturaleza seis anexos con indicaciones específicas para alcanzar dicha restauración en los ecosistemas terrestres, costeros y de agua dulce (anexo I), ecosistemas marinos (anexo II) y ciertas especies marinas (anexo III), una lista de indicadores de biodiversidad para los problemáticos sistemas agrícolas (anexo IV) y el índice de aves comunes ligadas a esos medios agrarios (anexo V). Termina el mismo con un anexo VI en el que se propone un listado de ejemplos de medidas de restauración que los Estados pueden introducir en sus planes nacionales de restauración.
Todo ello siempre se deberá realizar con el objetivo último de, no se olvide, recuperar los servicios ambientales de una biodiversidad que además debe reforzarse y hacerse resiliente, para que sirva a la lucha contra el cambio climático, especialmente como sumidero de carbono.
© 2001-2024 Fundación Dialnet · Todos los derechos reservados