Intentaremos en este estudio analizar conjuntamente los significados y significantes de cerro y cueva en el imaginario maya y azteca, llegando a observar con ello la participación de la observación del hombre en la construcción de la cosmogonía y mitología, las consecuencias que ciertas características históricas producen en el imaginario colectivo y concretamente en la construcción de la visión del cerro y la cueva, persiguiendo así el conocimiento del lugar que ocupa dentro del modelo cosmológico de estos pueblos ambos elementos, intentando desenmarañar y ordenar la participación tanto de cerros y cuevas como de sus réplicas en el pensamiento religioso de mayas y aztecas. Característica comunes entre ambas mitologías son numerosas y variadas. La asimilación de la tierra a un monstruo ofídico que se mantiene suspendido sobre un mar en calma hace surgir la creencia, tanto en la religiosidad maya como en la azteca, de que la tierra es un monstruo cuya piel, cuyas irregularidades, conforman los cerros y montañas. Así, tanto Cipactli, el Peje-lagarto1, como Itsam Kab Aín, Tierra-Iguana2, forman con su rugosa piel los accidentes geográficos que intentamos analizar. Bajo el monstruo, bajo su piel, permanece un agua en calma, característica que junto a la defendida por Johanna Broda3, basada en las condensaciones de nubes sobre los picos altos de las montañas, las nieblas perennes en sus barrancos o el nacimiento natural de riachuelos entre sus rocas, pueden explicar la creencia de que estos cerros sean caparazones que esconden la anhelada agua, pudiendo anegar el mundo con sólo su desconchamiento, como indica el Códice Florentino4. El agua, fuerza vital, y por asimilación "corazón" del reino vegetal, quedará atrapada en el interior de las montañas y cerros sagrados considerados depósitos de germinación. Bajo la piel del monstruo se encontrará así un encierro físico de dicha germinación, de la riqueza agrícola, de los deleites en definitiva. Son estas ideas en su conjunto, fundamentalmente, lo que origina la asociación entre el interior de cerros y cuevas con la bodega mítica que alberga las fuerzas de crecimiento, el agua, los vientos y semillas. Como podemos observar, la creencia de un cerro depósito de agua o de fuerza germinadora nace de la combinación no sólo de una conciencia religiosa y legendaria en la que el saurio flota sobre un mar en calma, sino también de la capacidad de observación del hombre, que verdaderamente cree presenciar cómo las nubes se condensan en los picos de las altas montañas, cómo realmente la niebla se mantiene en sus laderas y el agua brota inexplicablemente desde su interior. Se crea así un binomio causal indestructible ya que no sólo es la tradición o la leyenda religiosa la que da forma a esta creencia sino que también interviene la propia actuación directa del hombre mediante la observación, tanto de las características atmosféricas ya citadas como del emplazamiento de su propia ciudad sobre las aguas de un lago. No pretendemos aquí afiliarnos a un determinismo ecológico, sino que apuntamos la funcionalidad clara que dicho aspecto obtiene dentro de la construcción ritual o cosmológica, aspecto inserto dentro de una complejidad asumida. Es así primordialmente entendida la montaña o cerro, al igual que la cueva, como depósito, pero no únicamente como bodega mítica o encierro de vientos, sino también como depósito de futuras creaciones, gérmenes de pueblos a la espera del parto que les conduzca a una tierra mítica, aunque en este caso sólo tome parte la conciencia religiosa
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