“Creced y multiplicaos.” Este mandato bíblico del libro del Génesis indica que la población deberá procrear, es decir, reproducirse y ocupar hasta los lugares más recónditos de la tierra con el fin de garantizar la permanencia de la humanidad. La reproducción representa un impulso natural de la vida, incluyendo la humana, donde los progresos de la evolución a través de las variaciones del genoma deben priorizar las capacidades reproductivas para transmitir y eficientar la descendencia. Si esto no ocurre, entonces la reproducción se compromete y la vida termina (Carbonell, 2012). Por lo tanto, la evolución depende de la reproducción. Las afirmaciones anteriores parecen debilitarse ante la evidencia de un cromosoma Y endeble que ha sufrido la pérdida y la inactivación de 1 450 genes durante los últimos 300 millones de años de evolución y que se vaticina su desaparición aproximadamente en 10 millones de años (Aitken y Marshal-Graves, 2002). Por contraparte, el ovocito, con su cromosoma X —cuyo tamaño, número de genes y número de bases nitrogenadas son mucho mayores que los del espermatozoide y su cromosoma Y—, tiene la capacidad de corregir y reparar —hasta cierto grado— el adn espermático dañado del propio espermatozoide que lo fecundó (Jaroudi, Kakourou y Cawood, 2009).
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