15 de mayo. Día del Maestro. 8:17 a.m. Se cumplen 61 días de mi cuarentena. Falta una semana más de encierro. Mis estimaciones fueron correctas... Regresé de trabajar y completar mi doctorado en Filosofía en Biología, el llamado phd, en la Universidad de Boston, Estados Unidos: un lugar realmente preparado. La ciudad entera dedicada a eso: a estudiar. Jóvenes, cerveza y libros. ¡El paraíso! El programa me cambió el chip. De estudiar biología en la Universidad Autónoma de Puebla —“Pensar bien, para vivir mejor”, de José Bustos Sarmiento— me voy a otro país a un entrenamiento a profundidad: biología celular, bioquímica, biología molecular, genética, bioinformática y escritura científica. Un cambio. En el aeropuerto de la Ciudad de México hice dos llamadas: una a mi mamá y otra a Carlos, mi profesor de biología del último año. A mi mamá, porque, dados mis estudios en receptores virales, la información que se estaba proporcionando en México era más política que biológica. Los biólogos trataban de agradar al presidente. Un populista: “No pasa nada”, “Vamos bien”, “Como anillo al dedo”… Estruendosas declaraciones que ocupaban las primeras páginas de The New York Times, Washington Post, Le Monde, The Guardian, La Stampa… Declaraciones de ése, él, el de la “silla”, desestimando todo. Todos están equivocados a sus ojos. Punto. A Carlos sólo quería decirle que tenía cuatro años pensando en él, sí. Porque nadie como Carlos... Nadie como él. O como sus ojos. Sus manos.
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