El año de 1986 fue, en el mundo occidental, aquél en que todo el mundo se pellizcaba para convencerse de que no era un sueño la salida de la crisis económica. Sin embargo, pronto han comenzado a ensombrecerse los demasiado poco tiempo risueños panoramas. Las cifras de paro comenzaron a mostrarse demasiado rígidas a la baja; los problemas de la balanza comercial norteamericana parecieron no tener solución; nada digamos de su déficit presupuestario; las tensiones del triángulo formado por CEE, Japón y Estados Unidos no sólo no amainaron, sino que se incrementaron; los pronósticos empezaron a coincidir en que 1987 sería un año de inicio de inflación y de estancamiento productivo, y finalmente no surgió la tan ansiada coordinación internacional de cara a lo que constituye el freno esencial de los países en vías de desarrollo: el asunto de la deuda externa.
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