Néstor F. Marqués González, Pablo Aparicio
A la muerte de Constantino en el año 337 el mundo romano había cambiado. Un clima de equilibrio religioso se podía sentir en las ciudades del Imperio. Sus estructuras, sus monumentos, reflejaban la voluntad imperial de permitir a los ciudadanos venerar a sus dioses, ya fueran los de la tradición cívica u otros como el cristiano. Y aunque, en la práctica, cristianismo y poder ya eran un solo ente, lo cierto es que en las estructuras de ciudades como la que acogía los restos mortales del emperador, Constantinopla, aquella realidad todavía no se había impuesto. Aun así, el camino de la cristianización ideológica había comenzado tiempo atrás; su artífice, Constantino.
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