A las nueve menos diez de la mañana, el tubo de escape de un Renault 25 rugía ante el portal de un céntrico y lucido edificio de Valladolid. En su interior dos policías de paisanos aguardaban la inmediata salida de la que todavía era la más alta autoridad de la región. Cuarenta y ocho horas después de su sonada dimisión, el presidente en funciones de la Comunidad Autónoma de Castilla-León, repetía su rito habitual de cada día: desayuno, gimnasia y breve paseo automovilístico hasta su despacho en la Junta.
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