Se trata de uno de tantos textos críticos con las artimañas de la curia romana en materia beneficial: mucho antes de que J.-B. Say formu-lara la ley que lleva su nombre, la Iglesia ya había descubierto que era posible —y enormemente lucrativo— generar nuevas demandas casi hasta el infinito, además, ofertando productos intangibles, «espiritualizados». La base de este mercado —como subraya A. Díaz— hemos de buscarla en la evolución del papado durante los últimos siglos medievales y el inicio de la modernidad, cuando la introducción de las reser-vas papales y el desarrollo de la fiscalidad pontificia hizo bascular hacia Roma no solo el control de los beneficios eclesiásticos, sino también el de un enorme y creciente conjunto de gracias que afectaban a cuestiones de enorme trascendencia, tales como el sistema matrimonial, la disciplina eclesiástica y —en suma, por emplear la expresión utilizada en repetidas ocasiones por los contemporáneos— la quietud y buen gobierno de los reinos de la monarquía
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