Veinte años de intervención internacional para luchar contra el terrorismo, contra los talibanes y democratizar y reconstruir las instituciones de Afganistán acabaron en drama humanitario en agosto de 2021.
Desde septiembre, los talibanes gobiernan el país con una interpretación estricta de la ley islámica. Muchos afganos sufren represalias y se cuentan por miles los refugiados.
Dos contradicciones han marcado decisivamente la misión internacional en Afganistán: a) que el despliegue de más recursos militares, económicos y políticos para acelerar los resultados produce a menudo efectos contraproducentes; y b) que sin el compromiso y el respaldo de la población local, o sin la capacidad de las fuerzas internacionales de acercarse y entender el contexto local, las misiones implementadas de arriba-abajo (top-down) provocan la fricción, la alienación, el agotamiento y el rechazo de la población.
Tras el fracaso de Afganistán, Biden ha declarado «el fin» de este tipo de intervenciones internacionales –que tuvieron su máximo esplendor en la década del 2000– para reconstruir estados y transformar naciones.
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