En un barrio todavía discreto, al resguardo de las grandes vías circulatorias, todo cuajado de nombres sevillanos -Triana, Macarena- en un chalet pintado de rosa, con un jardín diminuto, umbrío y húmedo, donde se añora a un perro, vive, en Madrid, Antonio Gala. Es una casa serena, con buenas vibraciones, pero que se ha convertido, un poco, en su enemiga. "Setenta llamadas de teléfono al día y 130 cartas como término medio diario" tienen la culpa de eso, dice Gala.
© 2001-2024 Fundación Dialnet · Todos los derechos reservados