En Moscú, en 1944, Churchill garabateó una nota a Stalin proponiéndole que en Yugoslavia las influencias quedasen repartidas al cincuenta por ciento entre la URSS y Occidente. Stalin aceptó.
Ambos bandos han mantenido desde entonces una mirada vigilante sobre el país para comprobar si este estado, comunista pero no alineado, se inclinaba más de lo debido hacia el bando contrario. De hecho, las hipótesis occidentales sobre un estallido bélico en Europa se centraron tradicionalmente en dos focos de tensión: Berlín y Yugoslavia.
La cuestión berlinesa parece definitivamente desactivada. Pero la crisis balcánica en general, y la yugoslava en particular, persisten. Nadie parece querer darse por aludido, y su desenlace es imprevisible, pues allí, además del factor ideológico, hay un condicionamiento que cuando penetra en una sociedad la hace temblar hasta sus cimientos: el nacionalismo.
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