En un mundo enfermo de sobredosis retórica y saturado de claves, códigos y mensajes que se cruzan con lecturas precipitadas, lo realmente difícil no es descifrar los signos o aprender a interpretarlos, sino desaprender. Deshacerse del peso de los prejuicios con que hemos sobrecargado el lenguaje y hemos construido el simulacro al que llamamos realidad. Eludir el amasijo de guiones que se superponen para darle una apariencia de trama estructurada a lo que de imprevisible tiene la vida. Desandar las galerías de un poder perverso que, bajo el pretexto del orden del discurso, nos confina en la resignación de los lugares comunes y las frases hechas, y nos condena a creer que la libertad es solo una quimera (o un privilegio exclusivo de quienes pueden comprarla).
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