La mañana del 3 de agosto del año 216 a. C. la República de Roma se tambaleó de tal manera que parecía haber llegado a su fin. A lo largo de la amplia llanura que separaba el mar Adriático de la colina de Cannas se podían ver cadáveres y moribundos por doquier, el resultado más tangible de una batalla en la que las huestes de Aníbal habían descalabrado al mayor ejército romano jamás movilizado. Todos, tanto los suyos como los romanos, esperaban ahora que Aníbal avanzara sobre la ciudad de Roma y pusiera, con ello, punto final a la guerra. Pronto descubrieron, sin embargo, que Aníbal tenía otros planes.
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