Hace treinta años, cuando en la Argentina comenzaba a terminar la década del setenta, las tecnologías no superaban las dimensiones opacas de la televisión en blanco y negro, del teléfono público, de la máquina de escribir portátil y de unos armarios gigantescos con unos discos que giraban y de los que salían una cintas troqueladas como las boletas del Prode, pero más largas, que veíamos en las series de televisión norteamericanas. El futuro, concepto al que invariablemente las tecnologías van asociadas, no se llevaba bien con el estilo castrense imperante, y en aquella densa realidad lo único que se avizoraba hacia adelante era la infundada esperanza de que algún día los dinosaurios se iban a acabar.
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