En la Granada nazarí, al igual que sucedió en todo el Occidente islámico, fue una constante que las élites más acaudaladas tuvieran fincas que les proporcionaban notables ingresos económicos y un elevado reconocimiento social. Eran lugares bien cercados en los que convivían espacios productivos y zonas de recreo, con una residencia de dimensiones variables –según la categoría de sus dueños– a la que se retiraban durante temporadas para disfrutar de la tranquilidad del campo.
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