Jorge Mario Bergoglio tenía su billete de regreso a Buenos Aires a la finalización del cónclave de 2013. Incluso había dejado preparada la homilía para el Domingo de Ramos. Ignoraba, claro, que él sería el sucesor de Pedro. Y, por supuesto, tampoco podía imaginarse el profundo cambio que tal acontecimiento iba a desencadenar en su interior, y perfectamente constatable en su exterior, dejando atrás su rostro serio y grave, para dar paso a una sonrisa que definiría su pontificado y que plasmaría en su hoja de ruta pastoral: la alegría del Evangelio.
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