El problema de la instrucción de la mujer a finales del siglo XIX no agobiaba a la sociedad española o a sus dirigentes. La escolarización o las remuneraciones del magisterio ocupaban buena parte de la atención ministerial y del mundo de la enseñanza1. No obstante, todos los grupos ideológicos empezaban a plantearse el tema de la mujer en la sociedad y, como derivación de ello, el de su formación cultural e, incluso, profesional. Por ello, en los últimos años del XIX y, sobre todo, en los primeros del XX, empezaron a proliferar proyectos públicos y privados concretos tendentes a instruir a la mujer una vez ésta terminara sus estudios primarios. Seguramente, este interés por la formación femenina debió estar relacionada con la industrialización que en algunas ciudades españolas se experimentó hacia los años noventa, como fue el caso de Zaragoza2, y que las incorporó en alguna medida a los procesos anteriores de otras zonas de la Península.
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