Cuando el hombre descubre y vive su vocación, alcanza la plenitud humana y su trascendencia existencial. No hay nada que identifique mejor al hombre, que su vocación; cuando Dios llama, hace en cada hombre una insólita obra de arte. Entonces como en la más bella paradoja, no hay nada que construya y enriquezca el cuerpo social que la original vocación de cada uno de sus miembros. Para esclarecer esta sintonía ideográfica, usamos el diálogo interdisciplinar entre la filosofía y la teología.1 De modo que uniendo de forma holística la teología especulativa, con métodos de las ciencias sociales y psicológicas;2 se concluye que “el reconocimiento de la propia vocación y el respeto por la vocación de los demás permitirá avanzar en la unidad” (UUS 77), no solo entre las distintas iglesias, sino también, entre creyentes y no creyentes. La pregunta ontológica por el hombre se responde como convocación;
con miras a avanzar en la construcción de una filosofía de la vocación.
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