Hubo un tiempo, hace más o menos una década, en que Jessye Norman (1945) era la soprano más alabada de su generación. Tal situación distaba de ser injusta, ya que ella destacaba en los esenciales capítulos de voz, técnica e interpretación con un cúmulo de virtudes que rara vez se dan en una misma cantante. Dueña, además, de una musicalidad certera y de un puntilloso afán de perfección, también le era consustancial una plena adherencia estilística en cualquiera de las vertientes del amplio repertorio que abordaba, tanto en la ópera como en el Lied, la mélodie française o los espirituales negros.
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