El Concilio Vaticano II tuvo una enorme trascendencia para el presente y el futuro inmediato de la vida de la Iglesia. El desajuste entre el "mundo moderno" (europeo, occidental) y una Iglesia anclada en el pasado era demasiado grande. Juan XXIII fue consciente de la necesidad de "abrir las ventanas de la Iglesia" para que penetrara el aire exterior.
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