Los miembros de la elite letrada y científica del porfiriato, como en el caso de Julio Guerrero, compartieron la idea de que el pecado resultaba insuficiente para definir y definir y orientar la conducta humana. No se trata de un hecho casual, todos ellos fueron partícipes de una misma experiencia: la del agotamiento definitivo de un paradigma de conocimiento cuyos fundamentos se enraizaban en una concepción religiosa de la vida y del mundo. Estos hombres, formados en el contexto de la secularización y del triunfo del Estado liberal sobre la Iglesia, se convirtieron al finalizar el siglo XIX en la conciencia reductora de un Estado que buscaba redimir a la sociedad mexicana del atraso y de una supuesta debacle moral.
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