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Reinventar la izquierda: otro marxismo para otro mundo

  • Autores: Gérard Duménil, Bidet Jacques
  • Localización: Le Monde diplomatique en español, ISSN 1888-6434, Nº. 144, 2007, págs. 26-27
  • Idioma: español
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • En Francia se ha vuelto habitual –casi imperativo– “debatir” sobre todo y sobre nada con cualquiera. Generosamente mediatizados, esos coqueteos postulan que, como consecuencia del diálogo, la sociedad “se tranquiliza” y las posiciones de los “participantes sociales” se concilian.

      No obstante, algunos insisten en asociar las ideas y los proyectos con intereses irreductibles cuya colisión no podría ser evitada por ningún tipo de “concertación”. Cuando se analizan las grandes fracturas de la historia, enseguida se ve la superioridad de este tipo de enfoque. ¿Cómo hace una clase social para imponer su dominación? Llegado el caso, ¿con quién establece alianzas? Inspirado por Karl Marx, el análisis dominante de la izquierda planteaba que una revolución se da toda vez que las instituciones y las relaciones de propiedad se encuentran al servicio de un grupo social que se ha vuelto “incapaz de seguir desempeñando su papel de clase dirigente” (Manifiesto del Partido Comunista, 1848). Y que por eso contrariaban el advenimiento de una nueva sociedad. En 1789, la burguesía francesa reclamaba libertad de empresa y de lucro; tuvo que enfrentarse entonces a un poder que asociaba nobleza y clero, y triunfó gracias a una alianza (temporal) con los proletarios.

      Esta configuración de una burguesía revolucionaria aliada con las masas rurales y urbanas no se dio en ningún otro lugar. Otras burguesías ya se habían negado (o se negarían después) a mezclar su destino con el de los campesinos pobres o los proletarios. En Francia, según el historiador Albert Soboul, “la burguesía sólo aceptó la alianza popular contra la aristocracia porque las masas siguieron estando subordinadas a ella. En caso contrario, seguramente habría renunciado –como ocurrió en el siglo XIX en Alemania y, en menor medida, en Italia– al apoyo de aliados considerados demasiado peligrosos” (La revolución francesa, Oikos-Tau, Barcelona, 1981).

      Pues para aquellos que no querían tentar al diablo, es decir provocar (¿tal como hace Venezuela hoy en día?) la irrupción de los sans-culottes en la vida política, existía un modelo: el de la Revolución inglesa, que asociaba la burguesía a la aristocracia terrateniente. En ese caso, la elección tenía poco que ver con los ánimos individuales o los debates de ideas, y casi todo que ver con ciertos intereses. Involucrada desde el principio en la producción y el comercio, la aristocracia inglesa –contrariamente a su homóloga del otro lado del Canal, más parasitaria– no tenía ninguna razón para combatir el modo de producción capitalista que emergía. Resulta evidente: en un juego de a tres, el curso de la historia basculó según que la burguesía, cuya hora había llegado, tuviera que tomar el poder junto con el pueblo o lograra entenderse con la aristocracia.

      Durante mucho tiempo la izquierda tuvo como preocupación principal apresurar el relevo social, expresando las prioridades de las “masas populares” y movilizándolas políticamente contra el capitalismo. Llegado el caso, también ellas debían tejer alianzas –con los campesinos y los trabajadores durante el Gobierno del Frente Popular, con los ingenieros y los cuadros más tarde–, pero conservando las riendas de la situación.

      Desde hace unos treinta años, se ha invertido la perspectiva de varias formaciones socialistas o laboristas. Ahora privilegian a las “clases medias”, y no a los estratos populares. Los reajustes de los “nuevos demócratas” estadounidenses, de los “nuevos laboristas” británicos y de la mayoría de los socialdemócratas europeos dan fe de ello.

      Hace cinco años, el ex ministro socialista Dominique Strauss-Kahn teorizó la disolución política del proletariado de antaño: “Lamentablemente –escribió–, no siempre puede esperarse del grupo menos favorecido una participación serena en una democracia parlamentaria. No es que no se interese por la Historia, pero a veces sus irrupciones se manifiestan de manera violenta”. En cambio, atribuyó todas las virtudes al “grupo intermedio”, porque, según él, “el análisis marxista, tan simple, y sobre todo tan práctico se ha vuelto caduco: a medida que se generalizaba el ahorro de los trabajadores, la distinción funcional entre la renta del trabajo y la renta del capital dejaba de recubrir con tanta concordancia la distinción personal entre los individuos que viven de la primera y los que gozan de la segunda” (La Flamme et la Cendre, Grasset, 2002).

      Los economistas Gérard Duménil y Jacques Bidet se proponen discutir a su vez algunos fundamentos del análisis marxista. Pero, lejos de querer con ello confundir o borrar el papel histórico de las clases populares, les sugieren encarar nuevas alianzas, nacionales e internacionales. Con el fin –quizá– de volver a tomar la delantera.


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