A principios del siglo XX, un grupo de retratistas de moda de diversas nacionalidades recorría el mundo requerido por una selecta clientela. Entre estos artistas había un escultor principesco, Paul Troubetzkoy, que se valía del barro como medio para modelar retratos en bronce con una asombrosa habilidad. El escultor ruso y el pintor español Sorolla sintieron un gran aprecio mutuo e intercambiaron obras y favores mientras ambos estuvieron en la cúspide de la fama
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