María Esther del Campo García, Leticia M. Ruiz Rodríguez
El 10 de enero de 2022, Daniel Ortega renovó su cargo como presidente de la República de Nicaragua tras unas elecciones, celebradas el 7 de noviembre de 2021, que no fueron libres, ni transparentes ni competitivas, como los movimientos del régimen durante los meses previos a los comicios hacían presagiar. La ausencia de mandatarios –solo acudieron los presidentes de Cuba, Venezuela y Honduras– ponía en evidencia el desconocimiento de los resultados de estas elecciones por parte de más de cuarenta países.
Tres son los ejes de la respuesta de la Unión Europea y de Estados Unidos, así como de la Organización de los Estados Americanos (OEA), a la actual situación en el país centroamericano. En primer lugar, estos actores han expresado su rechazo a los resultados de las elecciones de noviembre por su falta de legitimidad. “Elecciones fake”, “farsa electoral”, “pantomima” y “burla” son algunos de los adjetivos escuchados en las últimas semanas por parte de la comunidad internacional como reacción a los comicios.
En segundo lugar, se ha exigido la liberación de los presos políticos, así como el freno de la deriva autoritaria. Aquí las voces de Estados Unidos y la Unión Europea han resonado alto y claro. También las de la OEA, que en su resolución de 12 de noviembre apeló a una “evaluación colectiva inmediata de la situación en Nicaragua”. Existe acuerdo en que se trata de restituir los derechos y libertades perdidos en el país. El problema es cómo conseguir capacidad de presión y analizar si las posibles sanciones que se impongan a los dirigentes nicaragüenses servirán para este objetivo. De hecho, antes de las elecciones presidenciales, la administración estadounidense había impuesto sanciones de visado al ministerio Público de Nicaragua y a nueve funcionarios del gobierno, entre ellos el viceministro de Finanzas, José Adrián Chavarría Montenegro;…
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