La principal peculiaridad de Ordet y, en general, de toda la obra de Dreyer, es la heterodoxia e impronta revolucionaria de su lenguaje cinematográfico, ajeno a cualquier forma de convencionalismo estético y, sin embargo, de una fluidez y belleza narrativa excepcionales. Sólo una sintaxis de esta naturaleza, así como una personalísima dirección de actores, podían ofrecer un producto de semejante significación religiosa, quizá el de mayor hondura de la historia del cine.
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