Cuando en una época estuve en el apartamento de Abad trabajando en una bibliografía sobre su obra, recuerdo haber visto muchas libretas y agendas de distintos formatos, colores y diseños en las que en esas mismas iba consignando todo cuanto iba padeciendo en la vida con sus logros y miserias, dudas y contradicciones, que eran tantas que apenas si le dejaban respirar, pero gracias a esa época de incertidumbres, un libro tras otro fue gestándose. Y ahí está la paradoja del Diario: deuda con los que le afligieron la vida y con los que, por inmadurez —todo lo contrario a la mala fe—, se las amargó. Hoy los lectores conocen esos avatares: ¡una vida bien vivida como si fuera una tragicomedia y gran teatro de aciertos y desvaríos! Pero hay otra enorme deuda revelada en su Diario y es con todos esos buenos y malos escritores que leyó buscando zafarse de ellos para encontrar el camino que le llevara a sí mismo.
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