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La transición ecológica y la economía política

  • Autores: Toni Roldán Monés, Natalia Collado Van Baumberghen
  • Localización: Política exterior, ISSN 0213-6856, Vol. 36, Nº 205, 2022, págs. 76-84
  • Idioma: español
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  • Resumen
    • En noviembre de 2018, el gobierno de Francia de Emmanuel Macron anunció una subida de impuestos a los carburantes –que pasaron de 44,6 euros por tonelada a 55 euros– como señal de su compromiso con los objetivos pactados de descarbonización. Desde un punto de vista de pura eficiencia económica, la medida tenía todo el sentido. Para cambiar los patrones de consumo es inevitable que comencemos por lo básico: encarecer las energías más contaminantes a través de impuestos más altos. Desde el punto de vista de las metas climáticas, la medida también parecía obvia. Desde 1990, el transporte es el único sector donde las emisiones han continuado creciendo (un 33%). Es poco realista pensar que manteniendo impuestos bajos a la gasolina o al diésel –o directamente subvenciones, como en España– vamos a alcanzar el compromiso de ser libres de emisiones de gases de efecto invernadero en 2050.

      Pese a la coherencia de la medida, Macron tuvo que dar marcha atrás. Los “chalecos amarillos” (gilets jaunes) se echaron a la calle y la historia que vino después es bien conocida. Los manifestantes sostenían que la política era un castigo desproporcionado a la clase trabajadora y a los residentes de las zonas rurales y suburbanas. Eran ellos –y no los residentes en los barrios ricos de París– quienes necesitaban sus vehículos para desplazarse a sus centros de trabajo o realizar actividades cotidianas. Efectivamente, un problema de subir los precios del petróleo es que la demanda es muy inelástica: para mucha gente conducir no es una opción. Por esa razón, este tipo de medidas tienen un impacto desproporcionado en las rentas bajas.

      ¿Iba Macron a comprarles un Tesla para que pudieran abandonar su viejo coche que consumía mucho combustible? Las clases trabajadoras ya tenían suficiente con la precariedad, la desaparición de sus empleos como consecuencia de la globalización y el cambio tecnológico, y estaban apenas levantando cabeza tras la última crisis financiera de 2008. Las protestas se volvieron masivas y violentas. En verano de 2019, Francia contaba con más de 1.700 policías y 2.500 manifestantes heridos como consecuencia de los disturbios. Su indumentaria se volvió simbólica: todos los conductores están obligados a llevar chalecos amarillos en sus vehículos. La política de Macron no solo era una afrenta a sus bolsillos, también era una política que iba, de algún modo, en contra de su modo de vida.

      Lo que parecía una política incuestionable en las sofisticadas cenas del barrio latino de París, resultaba un agravio inaceptable para miles de familias en los suburbios. El último Eurobarómetro reflejaba otra cara del mismo problema. Mientras que un 30% de europeos que se autodenominan de clase media-alta eligió el cambio climático como “el principal problema al que se enfrenta la humanidad”, entre los autodenominados clase trabajadora esa cifra era solo del 12%.

      La historia se repetía poco después en Ecuador cuando se anunció la eliminación de las ayudas a la gasolina como parte de un paquete de medidas para corregir el limitado margen fiscal. Ambos ejemplos ilustran bien el reto político clave al que se enfrenta la transformación energética en ciernes: nos hemos propuesto cambiar de arriba abajo nuestro modelo productivo en muy poco tiempo, pero –aunque el lenguaje de la transición justa está ya en todas partes– quizá no hemos tenido suficientemente en cuenta los retos de economía política a los que nos enfrentamos si queremos tener éxito. (...)


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