Tras la Guerra de Crimea, los diplomáticos y estrategas rusos coincidían en que su país necesitaba orientar su doctrina militar hacia la consecución de rápidas victorias antes de que sus enemigos pudiesen coaligarse, pues concluyeron que la reciente derrota en Crimea se debió a que Rusia había combatido sola contra una alianza de cuatro países. Este pensamiento, así como las reacciones ante otros factores materiales y humanos que contribuyeron al fracaso, condujeron al zar Alejandro II y al Ministerio de Guerra a emprender la reforma del Ejército y a prepararse para la próxima guerra. Algunas deficiencias por solventar eran manifiestas: el Ejército necesitaba reemplazar sus mosquetes de ánima lisa por rifles, e introducir cañones de ánima rayada.
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