Es sabido el altísimo concepto que de sí mismo poseía el rey Alfonso X de Castilla y León. Algunas anécdotas ampliamente difundidas así lo indican como aquella, seguramente apócrifa, que lo presenta insinuando que la creación se hubiera beneficiado mucho si Dios le hubiera pedido consejo antes de ponerse manos a la obra. Esa petulancia se habría podido asentar muy fácilmente en las fama de docto y discreto que le acompañó desde muy joven, pero hay un aspecto que quizá por encima de cualquier otro, alimentó esa indudable autoestima regia por afectar al valor más reconocido y admirado de su época: la sangre, el linaje.
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