Cuando una ciencia comienza a conformar un espacio distintivo en el panorama intelectual, una de las prácticas usuales es la evocación de hitos e imágenes míticas que legitimen su territorio de conocimiento. Con las especialidades ocurre algo parecido. Una vez que se ha establecido un nuevo campo se apela a determinados autores, corrientes y textos para demostrar, en la combinación de elementos del pasado y de expectativas de futuro, la pertinencia de la nueva especialidad. Generalmente la revisión del pasado no va más allá de ese anecdotario de nombres y fechas históricas que tanto gusta a las positivistas: «En 1882 Robert Koch descubrió el bacilo de la tuberculosis», podremos leer en alguna justificación al uso de la bacteriología. No obstante, en otras ocasiones la tarea retrospectiva descubre algo más de un cuadro cronológico, como cuando se transforma en un quehacer autocrítico y autoreflexivo, llamémosle aquí genealógico.
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