La generación de mis profesores de antropología estableció las paces con la historia. Escribieron abundantemente par a mostrarnos a sus estudiantes y a algunos colegas, todavía reticentes, que las agrias disputas con la historia y los menosprecios hacia ella, hechos desde la dogmática funcionalista por la generación anterior, habían dejado ya de tener sentido, aunque habían dejado unos efectos nocivos en la formación y el trabajo de los antropólogos que convenía reparar. Las relaciones entre ambas habían estado enturbiadas desde hacía mucho tiempo: desde los comienzos de la antropología como disciplina académica, fascinada por presentarse a sí misma como la más joven y ambiciosa de las ciencias naturales y despectiva, por eso mismo, con la vieja dama de las humanidades. (...).
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