«Oh mia patria sì bella e perduta!”, cantan los coros de Nabucco en la ópera de Verdi. No por casualidad estamos en 1842 e Italia no es Italia todavía. Mucho antes de que el nacionalismo se convirtiera en ideología política, o más bien, mucho antes de que inspirara y vertebrara movimientos políticos diversos a finales del siglo XIX, el nacionalismo surgió en la transición de la sociedad agraria a la industrial, con el declinar de la cultura popular y en el contexto de la aparición de los Estados-nación, como explica el filósofo británico de origen checo Ernest Gellner. La emergencia de las naciones produce una especie de ilusión óptica, de lógica emulativa, en aquellos espacios culturales e históricos en los que se fundan las aspiraciones nacionalistas a lo largo de los dos últimos siglos.
Lo cierto es que esa pasión de los seres humanos, ese amor a la patria, esa emoción del alma llena de recuerdos y deseos de vivir unidos (en palabras del pensador francés Ernest Renan) sigue impulsando los corazones de mucha gente en todo el mundo y sigue explicando o motivando conflictos y razonamientos políticos del presente. A finales del siglo pasado, el sociólogo francés Alain Touraine pronosticó que el siglo XXI estaría dominado por “la cuestión nacional”, como el siglo XX lo estuvo por “la cuestión social”. Él lo explicaba diciendo que el mundo se enfrentaba a un conflicto total entre un universalismo arrogante y unos particularismos agresivos, y que nuestro reto sería establecer valores comunes entre intereses opuestos.
De hecho, este reto está presente en la mayoría de los conflictos que surgen entre globalización e interés nacional, y explican gran parte de las dificultades del mundo, en 2021, para gobernar la globalización. Aunque, quizás, deberíamos empezar por distinguir entre interés nacional y nacionalismo….
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